Usted está aquí: martes 22 de julio de 2008 Política Del blanco y negro al color

Marco Rascón
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Del blanco y negro al color

Así como hay una frontera de calidad en el cine mexicano en blanco y negro, distinta a la del color, así podríamos dividir la historia moderna de México.

Según la óptica, el color y sus matices implican una visión más compleja que los claroscuros. La complejidad de la forma y sus matices no necesariamente es semejante a la esencia, y hoy, en un México multicolor, “incluyente”, las formas de las palabras toman mayor distancia de los propósitos y los hechos.

De la fascinación y el orgullo del cine en blanco y negro preferimos a Joaquín Pardavé y a los hermanos Soler; al Cantinflas surgido de la carpa que a uno en color al servicio de la moral oficial; a un Tin-Tan o al Piporro en luchas contra monstruos y extraterrestres; el surrealismo de Juan Orol y las películas del Santo y Blue Demon; el México en blanco y negro que simbolizaron Pedro Infante y Jorge Negrete, donde las canciones tenían su película y las películas construyeron la nostalgia, como diría Fernando Pessoa, “por lo que nunca tuvimos”.

Ese México blanco y negro no era más justo ni mejor que el de ahora, pues la pobreza, la falta de educación, salud, bienestar y trabajo eran tan grandes como las de ahora, pero sus formas elementales expresaban más la realidad y había otra de doble moral, con otra demagogia. No había por lo menos tanto discurso contra la pobreza extrema mientras se producen pobres, como ahora. La filantropía no era política de Estado; la falsedad era falsa, la represión verdadera, la demagogia oficial, costumbrismo; las prisiones estaban llenas de opositores y disidentes que no estaban resentidos ni eran demagogos. La palabra democracia era subversiva, la solidaridad un concepto verdadero cercano a la conjura. La “ecología” como palabra y concepto no existía en el diccionario y menos la preocupación por el medio ambiente, pese a verse en blanco y negro.

La oligarquía no se disfrazaba de alivianada ni demócrata. Desde el cine mismo los ricos marcaban con su moral y sus historias la distancia de las otras clases; sólo los malos perdían o sufrían para dar esperanza a los pobres de que su infierno era en verdad el cielo.

No obstante, en ese México blanco y negro se decretó la expropiación petrolera, nacieron el Politécnico y la Universidad Nacional. Los opositores, principalmente comunistas, desde la marginación oficial y la cárcel construyeron una identidad pictórica, literatura, investigación científica, educación en el campo y para la clase obrera.

En 1968 la juventud de la clase media en ascenso quiere pasar del blanco y negro al color de la democracia incluyente; el verdadero respeto a las libertades individuales y de un programa liberal por reclamar respeto a la legalidad y la democracia; la represión genera oposición armada, guerrillas de estudiantes y una vocación socialista por reformar el país.

El México blanco y negro es la hegemonía priísta y al llegar al siglo XXI multicolor nos hicimos simples y hasta cínicos, pues hoy los problemas del México a color es que todos “somos demócratas”, todos nos preocupamos por la pobreza y la crisis económica, gozando de la incapacidad del que está enfrente. La política es un juego infantil multicolor que divierte, pero que a nadie sirve. Si la policía reprime ahora, como en tiempos de Uruchurtu, fueron sólo los brazos y no la cabeza porque ahora todos somos buenos. El poder ahora es de colores y está repartido entre azules, rojos, amarillos, verdes, blancos, naranjas, que hablan con las mismas palabras y se enfurecen por lo mismo.

Hay, sin embargo, a diferencia del México blanco y negro, una complicidad de los colores que al girar dan el efecto del caleidoscopio: cambia con el escándalo, la palanca que mueve al país todos los días a través de los noticieros. La comentadocracia sustituyó al pensamiento crítico, la lucha verdadera, la demanda auténtica. Todas las verdades están ocultas y el único problema de México es el país entero. Unificar al país ya no es tarea de nadie ni de los colores, que son fragmentos, pedazos que no crean un conjunto; son partes sin un todo.

Para la generación que abarca desde 1968 existe la necesidad de explicarse lo que se fue ante ese México blanco-negro y lo que se es ahora con este colorido. Reagrupar las ideas que dieron identidad, legitimidad como izquierda y luchar contra el sentimiento del tiempo perdido. La derrota de los principios al acercarnos al laberinto del poder y preferir la fe, el principio de autoridad, la tolerancia a la corrupción, en un país irreconocible por el triunfo de la mediocridad.

Los grandes tribunos pasaron de un partido a otro y hoy mendigan un pedazo de celebridad. Los críticos fueron tan homenajeados que ya no pueden hablar contra nadie; los que luchaban contra la represión, ahora oficiosos desde las curules, la justifican. Los que escribían para que reflexionáramos ahora organizan porras y rechiflas.

El México de colores, por lo menos en este mes de julio, esencial para nosotros, es muy triste.

 
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