Usted está aquí: lunes 14 de julio de 2008 Opinión La casa galvanizada

Hermann Bellinghausen

La casa galvanizada

Un hermano de Plotino se hizo también electricista. Romeo (otra ocurrencia del papá, el nombre) lo siguió a su misma sección sindical y anduvo en todas y las mismas, pero en áreas de logística. Romeo, como papá, después prefiriría la vida de oficina, y en ciertos domingos del futuro, Plotino los jodería de “burócratas”. Aunque con Romeo, durante los años del movimiento, fue cuate, compañero, carnal deveras.

Siempre me divirtió que se llamara Plotino, y se lo hice saber cuantas veces hizo falta. Aunque ya algo había investigado él en diccionarios acerca del filósofo homónimo, nacido el siglo III en Licópolis, Egipto, fui yo quien medio le contó qué onda con Plotino. Usé mis viejos apuntes de las clases de Nacho Palencia, que contenían un buen tanto de neoplatonismo. Aún creo escuchar la nasal voz de Palencia al pronunciar “Plotino”, entre la admiración y el pudor, pues se supone que éramos marxistas.

En los electricistas democráticos y sus aliados privaba la convicción de que en México la revolución ya estaba hecha, sólo había que rescatarla. Desde prisión, Adolfo Gilly la describió “interrumpida”, y nosotros lo interpretamos como “inconclusa”, o sea, concluible. Las filas de nuestro nacionalismo revolucionario respetaban y apoyaban las demás revoluciones, las leninistas. La de Cuba aún brillaba; la de Nicaragua iba en ascenso; la de Guatemala era un galimatías, pero en fin. Lo de Chile y Argentina era una pena. Nos hablábamos de usted con el Partido Comunista. Resultaba más fácil viajar a Libia o Moscú que a Atoyac de Álvarez; o mencionar al Che Guevara y los Tupamaros en una conversación, y no a los grupos armados de Guerrero; nadie hablaba de ellos ni con ellos. El presidente Echeverría los destrozó ante el silencio nacional. El presidente López Portillo les dio la puntilla casi sin testigos.

Hoy me pregunto si éramos ingenuos o qué, al creer que la Revolución Mexicana todavía existía, y lo que correspondía era rescatarla, reiniciarla. La “izquierda consecuente” entre los nacionalistas era llamada “ultra”, y ella nos reviraba con un “reformistas”, no menos inamistoso. Y sí, lo éramos. Como si la Constitución, la Ley Federal del Trabajo, el Seguro Social, la democracia sindical, las universidades, hubieran sido rescatables. Aún si lo eran, en el fondo no rescatamos nada.

Recuerdo las tardes de trajín y debate en la casa de la calle Zacatecas, en el corazón de la Roma, donde los electricistas democráticos tenían su guarida y albergaban su maravillosa imprenta en prensa plana (ya entonces, una reliquia), donde se producían con lentitud lo mismo panfletos que carteles a una o dos tintas, libros y la revista Solidaridad, la más antigua (entonces) del movimiento obrero. Una belleza en papel barato, que con la lucha de Galván agarró nuevo aire.

Seguido andaba Plotino por ahí, interesado en todo, metiéndose en todo ante el paternalista beneplácito de los compañeros electricistas, todos mayores que él. Veteranos de una lucha que se había incorporado a la memoria de Plotino como parte de su propia historia, que venía de las gestas del presidente Cárdenas, y más subterráneamente, de los huesos de Emiliano Zapata.

Cuando don Rafael Galván llegaba a las oficinas de Zacatecas, la casa literalmente se galvanizaba. Atento, terrenal, bien presente, sobrio, agudo. En su presencia, lo discutido en asambleas, lo pensado en las jornadas laborales, lo vivido en carne propia, adquiría visos de posibilidad. “Vamos a ganar”, pensábamos.

No había dejado Plotino sus tareas en las torres suburbanas. Las subidas en cajón de grúa, que sin ser un vuelo lo parecían. Desde el inicio de la efervecencia en el sindicato, y más cuando la resistencia devino nacional y combativa, Plotino se llevaba a rumiar en las alturas lo visto y aprendido mientras pisaba tierra. A lo mejor su padre sí le atinó al nombre, después de todo.

 
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