91 por ciento
El régimen de Álvaro Uribe está de plácemes, pero no por haber rescatado sanos y salvos a 15 de los rehenes que las FARC mantenían en su poder, sino porque logró convertir su liberación en un triunfo político propio: durante muchos meses torpedeó en forma sistemática las gestiones realizadas por los gobiernos de Francia, Venezuela y Ecuador, entre otros, para obtener la libertad de los secuestrados y abundan los testimonios al respecto. Lo que Uribe no quería permitirse era quedar al margen en la obtención de la libertad para unas personas que constituían, sí, la principal carta de negociación de la guerrilla, pero cuyo cautiverio se le había convertido en un fardo logístico y de imagen pública: ninguna causa de transformación social, ninguna bandera de justicia y ninguna reivindicación en nombre de los asesinados y desaparecidos políticos en Colombia puede justificar el secuestro de civiles inocentes como método de lucha.
Habría que ponerle 14 signos de interrogación de cada lado a la versión del Palacio de Nariño, donde pululan los fabricantes de narraciones inverosímiles. La Radio de la Suiza Romanda afirma que el gobierno pagó 20 millones de dólares a alguien de la insurgencia para obtener a los rehenes. Una versión divulgada por la agencia Apia sostiene que la liberación ya había sido acordada y que el helicóptero en que se realizó el traslado de los cautivos, fletado originalmente por mediadores extranjeros, fue interceptado y tomado por asalto por efectivos militares que suplantaron a la tripulación original. No va a ser fácil desentrañar lo que realmente ocurrió el pasado 2 de julio.
Es un alivio que los secuestrados hayan recuperado su libertad y que hayan salido con vida de años de cautiverio y de un operativo tan dudoso como el realizado por el gobierno colombiano. Hay que sopesar la cadena de severos golpes sufridos por las FARC y la luna de miel que Uribe está viviendo consigo mismo: 91 por ciento de popularidad, la guerrilla descabezada y, como cereza del pastel, la captura de Óscar Varela, Capachito, presentado por las autoridades como jefe del cártel del Valle. Un momento de gloria semejante vivió Alberto Fujimori en abril de 1997 tras la toma de la embajada de Japón en Lima, la ejecución de los guerrilleros que se habían apoderado de la sede y la liberación de sus 72 rehenes. La perspectiva de un tercer periodo presidencial parece abierta para el gobernante colombiano. Por añadidura, el episodio ha fortalecido la imagen de una insurgencia histórica que, en su descomposición política, militar y moral, ha ido deslizándose hacia la delincuencia común.
El problema es que ni el reconocimiento de ese fenómeno ni el debilitamiento de la guerrilla resuelven la delincuencia ni eliminan sus causas. Mas aún: la perspectiva de una derrota final de las FARC –y es incierta– no se traduce, por sí misma, en el fortalecimiento de las posibilidades de paz en Colombia. Mientras las autoridades no se esfuercen en derrotar la miseria, la desigualdad, la marginación, la corrupción, la impunidad y las flagrantes injusticias que padece el país, las violencias –las políticas y las llanamente delictivas– seguirán teniendo abundante gasolina.
Y no sólo en Colombia. Manuel J. Clouthier proponía en su campaña que se combatiera el narcotráfico con empleos porque, decía, “debe haber una salida a las actividades ilícitas de la gente”. En estos días de conmemoración de fraudes electorales la cita es particularmente ilustrativa de la enorme regresión experimentada por una derecha a la que ya no se le ocurren más que bazucazos para hacer frente –es un decir– a la criminalidad.