Editorial
G-8: escasez de perspectivas
La cumbre anual del Grupo de los Ocho (G-8), que reúne a los países más industrializados del orbe –Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón– más Rusia, que se realizará a partir del lunes en Hokkaido, norte de Japón, ocurre en el momento más complicado para la economía mundial en mucho tiempo.
Año con año, en esas reuniones se envían mensajes respecto de las bondades de la globalización neoliberal y se refrendan compromisos con el mantenimiento de las políticas macroeconómicas “responsables” –orientadas principalmente a la contención inflacionaria y al beneficio de los capitales financieros–, y si bien en la última cita, celebrada en Heiligendamm, Alemania, los gobiernos miembros se habían vanagloriado por el supuesto “buen estado” de la economía, ahora, en cambio, se percibe un gris panorama configurado por los altos precios del petróleo, la crisis alimentaria que se vive a escala mundial y la desaceleración económica derivada de la crisis del crédito estadunidense.
En materia alimentaria, el paisaje es particularmente preocupante. En un boletín difundido ayer, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) advirtió que los precios de los alimentos han subido más que la inflación general en América Latina, lo que castiga principalmente a los sectores más desprotegidos en una región del mundo que acusa severos rezagos sociales.
Significativamente, en el contexto de la cumbre sobre alimentación que convocó la propia FAO, celebrada el mes pasado en Roma, Italia, proliferaron las críticas al manejo mundial de la agricultura en años recientes, efecto de una visión global de libre mercado –para la cual la satisfacción de las necesidades alimentarias es una inmensa oportunidad de negocio, no el cumplimiento de un derecho fundamental y básico– y de las llamadas medidas de “ajuste estructural” dictadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial a los países en desarrollo, como el nuestro, cuya consecuencia ha sido el desmantelamiento de los apoyos estatales a la pequeña agricultura, y de los incentivos a la producción y el consumo internos.
Tal manejo ha sido identificado como detonante de la aguda crisis alimentaria, a causa de la cual más de 800 millones de personas en el mundo pasan hambre, según datos de la propia FAO. En contraste, el alza sostenida en el precio de los alimentos se convirtió este año en una de las mayores fuentes de ganancias para quienes han decidido invertir en la compra de materias primas agrícolas y energéticas, práctica especulativa que agrava, para colmo, la situación de encarecimiento.
La circunstancia hace obligatoria una revisión a fondo, por parte de las naciones más poderosas, de las directrices vigentes en materia de economía, así como la adopción de medidas concretas para revertir esa situación, cuyos efectos son padecidos por las franjas más vulnerables de la población mundial. Sin embargo, en la agenda dictada para esta cumbre del G-8 no aparecen temas relacionados con la atención de los problemas de desarrollo en los países menos industrializados, ni con la generación de condiciones para dotar a esas naciones de la autosuficiencia alimentaria que requieren. Por añadidura, según han afirmado especialistas en el tema, la ausencia en el encuentro de los ministros de finanzas y los titulares de los bancos centrales hace previsible una raquítica cosecha de avances y rumbos de acción concretos ante la actual crisis económica, y hace suponer que la declaración final de la cumbre será, en el mejor de los casos, un compendio de buenas intenciones. En suma, a lo que puede verse, los países pobres tendrán que seguir aguardando por la benevolencia de los ricos.