Karl Marx o el espíritu del mundo
Ampliar la imagen Karl Marx (1818-1883), en su años de juventud
El científico social Karl Marx, cuyo pensamiento cobra de nuevo gran actualidad, es motivo de “una exhausta e iluminadora biografía intelectual, política y personal”, escrita por Jacques Attali, autor de una vasta obra en el ámbito de las ciencias económicas. Los postulados teóricos de Marx, considerado el padre del socialismo científico y el comunismo, junto con Friedrich Engels, constituyen un referente para entender cómo se delineó “nuestra concepción del Estado y de la historia”. Entre lo más relevante de su legado, cabe subrayar que el filósofo alemán fue “el primero que capta el mundo como un conjunto a la vez político, económico, científico y filosófico”. Ofrecemos a los lectores de La Jornada la introducción del nuevo libro de Attali, Karl Marx o el espíritu del mundo, con autorización del Fondo de Cultura Económica
Ningún autor tuvo más lectores, ningún revolucionario concitó más esperan-zas, ningún ideólogo suscitó más exégesis y, fuera de algunos fundadores de religiones, ningún hombre ejerció sobre el mundo una influencia comparable a la que tuvo Karl Marx en el siglo XX.
Sin embargo, justo antes del amanecer del siguiente siglo, en el que nos encontramos ahora, sus teorías, su concepción del mundo fueron universalmente rechazadas; la práctica política construida alrededor de su nombre fue arrojada al tacho de basura de la Historia. Hoy en día, casi nadie lo estudia, y es de buen tono sostener que se equivocó al creer moribundo el capitalismo y a la vuelta de la esquina el socialismo. Muchos lo consideran el principal responsable de algunos de los mayores crímenes de la Historia, y en particular de las peores perversiones que marcaron el fin del anterior milenio, del nazismo al estalinismo.
Sin embargo, cuando se lee su obra de cerca, se descubre que, mucho antes que todo el mundo, vio en qué el capitalismo constituía una liberación de las alienaciones anteriores. Se descubre también que jamás lo consideró en agonía, y que nunca creyó posible el socialismo en un solo país, sino que, por el contrario, hizo la apología del librecambio y de la globalización, y previó que la revolución, si llegaba, sólo lo haría como la superación de un capitalismo universal.
Cuándo se descubre su vida, también se toma conciencia de la increíble actualidad de este extraordinario destino considerado en todas sus contradicciones.
Primero, porque el siglo que atravesó se parece de manera sorprendente al nuestro. Como hoy, el mundo estaba dominado demográficamente por el Asia y económicamente por el mundo anglosajón. Como hoy, las tecnologías revolucionaban la producción de energía y de objetos, las comunicaciones, las artes, las ideologías, y anunciaban una formidable reducción del rigor y la dificultad del trabajo. Como hoy, nadie sabía si los mercados estaban en vísperas de una ola de crecimiento sin precedentes o en el paroxismo de sus contradicciones. Como hoy, las desigualdades entre los más poderosos y los más miserables eran considerables. Como hoy, algunos grupos de presión, a veces violentos, hasta desesperados, se oponían a la globalización. Como hoy, alguna gente tenía esperanza en otra vida, más fraterna, que liberaría a los hombres de la miseria, de la alienación y el sufrimiento. Como hoy, una gran cantidad de escritores y de políticos se disputaban el honor de haber encontrado el camino para conducir a esa meta a los hombres, por las buenas o por las malas. Como hoy, algunos hombres y mujeres valientes, en particular periodistas como Marx, morían por la libertad de hablar, de escribir, de pensar. Como hoy, por último, el capitalismo reinaba como dueño y señor, influyendo en todas partes en el costo del trabajo, modelando la organización del mundo sobre la de las naciones europeas.
Y también porque su acción se encuentra en la fuente de lo que constituye la esencia de nuestro presente: fue en una de las instituciones que él fundó, la Internacional, donde nació la socialdemocracia; fue caricaturizando su ideal como se edificaron algunas de las peores dictaduras del siglo pasado, cuyas secuelas todavía padecen varios continentes. Fue a través de las ciencias sociales, de las que fue uno de sus progenitores, como se moldeó nuestra concepción del Estado y de la Historia. Es a través del periodismo, al que perteneció como uno de sus más grandes profesionales, que el mundo no cesa de comprenderse y, por tanto, de transformarse.
Y por último, porque se halla en el punto de encuentro de todo cuanto constituye al hombre moderno occidental. Del judaísmo, hereda la idea de que la pobreza es intolerable, y de que la vida no tiene ningún valor a menos que permita mejorar el destino de la humanidad. Del cristianismo, hereda el sueño de un porvenir liberador donde los hombres se amen unos a otros. Del Renacimiento, hereda la ambición de pensar el mundo racionalmente. De Prusia, hereda la certeza de que la filosofía es la primera de las ciencias, y de que el Estado es el corazón, amenazante, de todo poder. De Francia, hereda la certidumbre de que la revolución es la condición de la independencia de los pueblos. De Inglaterra, hereda la pasión de la democracia, del empirismo y de la economía política. Por último, de Europa, hereda la pasión de lo universal y de la libertad.
A través de esas herencias que asume y recusa alternativamente, se convierte en el pensador político de lo universal y en el defensor de los débiles. Aunque algunos filósofos pensaron antes que él al ser humano en su totalidad, es el primero que capta el mundo como un conjunto a la vez político, económico, científico y filosófico. A la manera de Hegel –su primer modelo de pensamiento–, pretende dar una lectura global de lo real; pero, a diferencia de él, sólo ve lo real en la historia de los hombres, y no ya en el reino de Dios. Manifestando una increíble sed de conocimiento en todas las disciplinas, en todas las lenguas, se desvela hasta su último aliento por abarcar la totalidad del mundo y de los resortes de la libertad humana. Es el espíritu del mundo.
En suma, la extraordinaria trayectoria de este proscrito, fundador de la única religión nueva de estos últimos siglos, nos hace comprender cómo nuestro presente se construyó sobre esos pocos hombres que, aunque los caminos del poder estaban abiertos para ellos, escogieron vivir como marginales desprovistos para preservar su derecho a soñar con un mundo mejor. Tenemos para con ellos un deber de gratitud. Al mismo tiempo, el destino de su obra nos muestra cómo el mejor de los sueños llegó a derrapar en la peor barbarie.
Lo digo sin énfasis ni nostalgia. No soy ni nunca fui “marxista” en ningún sentido de la palabra. La obra de Marx no me acompañó en mi juventud; por increíble que pueda parecer, ni siquiera oí casi pronunciar su nombre durante mis estudios de ciencias, de derecho, de economía o de historia. Mi primer contacto serio con él pasó por la lectura tardía de sus libros y por una correspondencia con el autor de Pour Marx, Louis Althusser. A partir de entonces, el personaje y la obra jamás me abandonaron. Marx me fascinó por la precisión de su pensamiento, la fuerza de su dialéctica, la potencia de su razonamiento, la claridad de sus análisis, la ferocidad de sus críticas, el humor de sus agudezas, la claridad de sus conceptos. Cada vez con mayor frecuencia, con el correr de mis investigaciones, experimenté la necesidad de saber lo que él pensaba del mercado, de los precios, de la producción, del intercambio, del poder, de la injusticia, de la alienación, de la mercancía, de la antropología, de la música, del tiempo, de la medicina, de la física, de la propiedad, del judaísmo y de la historia. Hoy en día, siempre consciente de sus ambiguedades, sin compartir casi nunca las conclusiones de sus epígonos, no existe un tema en el cual me haya internado sin preguntarme qué fue lo que él pensó. Y sin encontrar un inmenso interés en leerlo.
Se escribieron decenas de miles de estudios, decenas de biografías sobre este espíritu prodigioso, siempre hagiográficas u hostiles, pero que casi nunca conservan cierta distancia. No hay ni una sola línea de él que no haya suscitado centenares de páginas de comentarios rabiosos o deslumbrados. Algunos lo convirtieron en un aventurero político, un arribista financiero, un tirano doméstico, un parásito social. Otros vieron en él un profeta, un extraterrestre, el primero de los grandes economistas, el padre de las ciencias sociales, de la nueva historia, de la antropología y hasta del psicoanálisis. Otros, por último, llegaron ver en él al último filósofo cristiano. Hoy, cuando el comunismo parece haberse borrado para siempre de la faz de la Tierra y su pensamiento ha dejado de ser un desafío de poder, por fin resulta posible hablar de él con serenidad, de manera seria y, por lo tanto, valiosa.
En consecuencia, ha llegado el momento de contar sin falsos pretextos, en forma moderna, su increíble destino y su extraordinaria trayectoria intelectual y política. De comprender cómo pudo redactar, cuando tenía menos de 30 años, el texto político más leído de toda la historia de la humanidad; de revelar sus relaciones singulares con el dinero, el trabajo, las mujeres; de describir también el excepcional panfletario que era. De reinterpretar al mismo tiempo ese siglo XIX del que somos herederos directos, hecho de violencias y de luchas, de desamparos y de matanzas, de dictaduras y de opresión, de miseria y de epidemias, tan ajeno a los resplandores del romanticismo, a los aromas de la novela burguesa, a los dorados de la ópera y a los arcanos de la belle époque.