Don Adalberto: memoria de un compromiso
Católicos y no católicos lo lamentamos: don Adalberto Almeida y Merino, arzobispo emérito de Chihuahua, falleció el sábado 21 de junio. Es, sin duda, el pastor más querido, el más cercano a su pueblo que hayan tenido los católicos de por acá.
Nació en Bachíniva, en el oeste del estado, en plena Revolución, y en ella perdió a su padre. Seminarista entregado, fue enviado a estudiar a Roma, donde vivió las hambres y los miedos de la Segunda Guerra Mundial.
Muy joven fue nombrado obispo de Tulancingo y luego de Zacatecas. En 1969, un movimiento de los sacerdotes de la diócesis de Chihuahua, en contra del autoritarismo episcopal y a favor de un pastor que entendiera mejor a los católicos norteños, lo trajo de vuelta a su tierra como arzobispo. Parecía que nunca se hubiera ido: su sencillez campirana y su acento ranchero nunca lo abandonaron.
El liderazgo de don Adalberto pronto puso a la diócesis de Chihuahua a la cabeza de la implementación de las directrices del Concilio Vaticano II en el país. Emprendió la renovación del clero y del seminario con profundo sentido pastoral y social; abrió las puertas a la participación de los laicos en la misma dirección de la diócesis; tendió puentes con otras religiones, con otras ideologías, buscó la colegialidad y la horizontalidad con sus hermanos sacerdotes.
En enero de 1972, luego de la represión y el asesinato de varios jóvenes guerrilleros que asaltaron varios bancos de la ciudad de Chihuahua, en medio de un amplio movimiento social contra la represión, don Adalberto y su presbiterio emitieron un documento histórico. En él caracterizaron la violencia guerrillera como “una violencia de respuesta” a la “violencia institucionalizada” de las estructuras injustas y deshumanizantes. Fueron seguidos por documentos en el mismo tono por parte del obispo y sacerdotes de la diócesis de Ciudad Juárez y por la Compañía de Jesús. Indudablemente esos pronunciamientos constituyeron un valladar ético para impedir más desmanes en la época de la guerra sucia mexicana.
Don Adalberto promovió intensamente la pastoral social, el compromiso con los pobres, en una época en que florecieron la comunidades eclesiales de base y muchas experiencias de inserción de los cristianos entre los excluidos. A pesar de la resistencia en ciertos círculos chihuahuenses y en ciertos sectores del propio clero, buscó apoyar hasta el final al padre Rodolfo Aguilar, comprometido con las luchas populares, urbanas y sindicales, hasta que fue asesinado, en marzo de 1977.
Las presiones externas aumentaron y don Adalberto tuvo que bajar un poco el acento en el compromiso social. Sin embargo, fue un acompañante clave de su grey en la lucha por la democratización. Cuando en 1983 surgió el movimiento de insurgencia electoral en el estado de Chihuahua, lideró a su presbiterio para emitir documentos claves para la participación política de los católicos, como el “votar con responsabilidad”. Y, cuando, en julio de 1986, en las elecciones para gobernador, se consumó el despojo al sufragio de las y los chihuahuenses, se arrojó a realizar un “paro de misas” el tercer domingo de julio en toda la diócesis, para acompañar la protesta poselectoral de la ciudadanía. Dicho paro tuvo que suspenderse por las presiones conjuntas de la Secretaría de Gobernación y el inefable delegado apostólico Girolamo Prigione.
Desde entonces, tanto desde Bucareli como desde la burocracia vaticana empezó a gestarse un complot en contra de los obispos, no sólo los comprometidos con las luchas sociales, sino incluso contra los comprometidos en la lucha por la alternancia democrática, así tuvieran destellos blanquiazules.