Usted está aquí: lunes 23 de junio de 2008 Opinión La canción es la misma

Hermann Bellinghausen

La canción es la misma

El rock parece haber ganado la batalla de las bandas. Lo que al principio parecía una diversión para las tardeadas juveniles en los semi castos años 50, creció hasta meterse en todas las músicas. Ha transcurrido medio siglo. Para los padres de las primeras dos generaciones de roqueros eso no era música sino ruido. Hoy pocos se atreven a descalificar esa música eléctrica, inquieta, amplificada, aullante y reiterativa.

(Se entiende aquí “rock” en el más laxo y amplio sentido, uno que abarque géneros que se consideran autosuficientes y rechazan el término, lo mismo hip hop que metal sinfónico o raï magrebí. También, en su sentido más digno).

George Steiner lamentaba hacia los años 70 que la vida moderna estuviera sometida a una “dieta de pop”, intragable para alguien educado en la gran música de concierto europea. Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes. Agua clara, y también sucia y contaminada, o adicionada de mil sabores y sustancias. Ya se sabe: el rock y toda su indecente decendencia son una mercancía abundante, deseada, controlada, acanallada, masiva, liberadora. Cualquier estrellita vale oro, y los conciertos, las grabaciones, la parafernalia, han construido emporios y dan empleo a miles de personas en todo el mundo. Esto, en la era en que la publicidad invadió como nunca antes el alma, la imaginación y las pulsiones de la humanidad.

El rock resultó la música adecuada para ese mercado. Y también para los desarrollos tecnológicos, que pasaron de la mera “reproductibilidad técnica del arte” que describió Walter Benjamin, a un instrumento de incalculables registros, una legión de instrumentos.

Visto como música “popular”, como si tuviera algo de malo, el rock es un hijo bastardo, pero consentido, del rythm and blues, aquella evolución natural del blues originario, de cuando en las riberas del Mississipi el alma negra recuperó, de entre las nieblas de la memoria, otras riberas (del Congo, el Níger).

Un tiempo se vio que el rock y el blues de ojos azules habían robado esa música a los negros (lo mismo que les hicieron con el jazz). También esa acusación quedó atrás. El rock ya no es cosa de negros o blancos, también de amarillos y cafés, parias, outlaws e intelectuales, niños, adolescentes y adultos.

Aunque ya se canta en cualquier idioma (del tzotzil al aymara, ruso, chino, árabe) ha sido un vehículo privilegiado para la diseminación universal del inglés y su prosodia. Se le ha visto como colonialista, enajenante, aculturizador. Pero las culturas vivas lo son en la medida en que se adaptan, aprenden, fluyen en transformación. El rock ha significado la muerte de ángeles atormentados y no pocos imprudentes, pero en realidad no ha matado nada.

Luego de los años 60 fue ganando no sólo dinero, también respetabilidad. Las grandes bandas británicas y los nuevos trovadores de Norteamérica atrajeron a Leonard Bernstein y Karlheinz Stockhausen, y estimularon a Pierre Boulez, Pierre Henry y Miles Davis. La literatura, el cine y la danza aprendieron a nadar en el rock, que se convirtió además en fuente inagotable de carisma juvenil. Hoy, que los roqueros históricos alcanzaron la tercera edad y siguen sonando, ya no representa ningún verdadero abismo generacional.

Al calor del rock, sus libertades y su imparable capacidad de plagiar, adaptar y seducir, la música folk de todos los continentes se revitalizó, en particular la del mundo angloparlante (de Yorkshire a Kingston, Bengala o Soweto). Pero se hizo celta, viajó al sur, y a orillas del tango ayudó a terminar con las dictaduras y el apartheid.

La misma arrogante y ofendida música de concierto (o culta), aprendió su lección. Recordó que la premisa de la música está en el gusto, el deleite, la emoción y la conmoción. Extasiada en lo dodecafónico, lo concreto, lo estocástico, lo minimalista, la música “buena” le había dejado de gustar a la gente. Los músicos de conservatorio descubrieron un nuevo universo de ritmos, recobraron amor por la melodía y aceptaron que la voz humana posee muchas coloraturas, no la decena clásica; que cada voz es un mundo si sube a cantar.

Heraldo de la música global, el fenómeno rock, por debajo del fardo mercantil, sigue siendo un espacio de rebelión y liberación, hervor de libidos y rabias, de causas nobles y sentimentales. El rock habla y está en y contra las guerras, las drogas, la violencia callejera, la multiplicación astronómica de la masa y el aislamiento de los audífonos. Resucitó instrumentos, inventó nuevos y los universalizó.

Pasará a la historia como la música que devolvió su dignidad a toda la voz humana, el valor musical y expresivo de la palabra, sus historias y alaridos.

 
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