¿La Fiesta en Paz?
■ López Velarde, taurino
Ampliar la imagen El poeta zacatecano Ramón López Velarde disfrutó desde niño la magia agridulce del espectáculo taurino Foto: Archivo
Hubo una época en que los niños crecían sin televisión ni Internet y, no obstante, lograban desarrollar sus talentos, hasta convertirse, por ejemplo, en poetas de muy altos vuelos y en referencia obligada para cuantos los sucedieron.
El zacatecano Ramón López Velarde (Jerez, 1888-ciudad de México, 1921), además de ser la pluma que es, no tuvo empacho en cultivar una afición taurina, tanto como tradición cultural y familiar como por el popular espectáculo que representaba en la sociedad de su tiempo.
Abogado, burócrata, profesor de literatura y colaborador en diversas publicaciones de la segunda década del pasado siglo en la capital del país, López Velarde escribía incluso del sanguinolento tema, y en el periódico El Nacional Bisemanal, del 22 abril 1916, evocó algo de su infancia jerezana y taurina:
“Venía la Pascua y con ella el regocijo de las corridas de toros… En la plaza de toros de mi tierra no hay palcos, y las familias se sientan en las gradas. Desde por la mañana comenzaban a mandarse a la plaza tapetes y tapetes, para que los vestidos estrenados el mismo día de la corrida no se ensuciaran con el polvo del graderío…
“De la plaza, a las tres de la tarde, emanaba júbilo y salud e impulsivismo. Pronunciábamos palabras irrespetuosas a la llegada de cualquier personaje impopular: un señorito acicalado, un juez venal, un padre celoso de las hijas y verdugo de los novios. Con el azul espeso del firmamento, y con el olor de la tierra mojada, cobraban audacia los pretendientes tímidos, y se sentaban a dos metros de la dueña de sus pensamientos. Mientras soltaban el primer toro, los músicos de la banda, los pobres músicos que se derretían bajo el sol, machacaban ‘las mejores piezas de su repertorio’, al decir de los programas. No se hacía esperar mucho la primera diana. Con ella se premiaba un lance de capa, de banderillas o de estoque…
“Quien provocaba más dianas en los toros de Jerez era Manuel Berriozábal, picador de nota y pariente del general don Felipe, que fue ministro de la Guerra. Una excelente amiga mía, ya con nietas de veinte abriles y que tiene una sabrosa conversación (por la que dejo el cenáculo del señor Gamoneda y me salgo de la Escuela de Altos Estudios), me ha referido las genialidades de Berriozábal. Hallábase una mañana mi amiga en su sala, con las ventanas bien cerradas, cuando de pronto se abrió un postigo con estrépito, deslizándose por él una garrocha. Era que Berriozábal, a caballo y chispado por el alcohol, asaltaba a mi amiga para decirle: ‘Doña Cuca, écheme la bendición porque hoy en la tarde voy a picar’.
“Y encima de la ebriedad de Berriozábal, caía la bendición de Nuestro Padre San Francisco. Y Berriozábal picaba a media plaza; y cuando la fiera no embestía, el picador la enardecía arrojándole al hocico el sombrero charro, envidia de la comarca…
“Arrastraban las mulas el cadáver del último toro y volvía la concurrencia ‘a la diaria faena del dolor y de la vida’, como dice don J. de J. Núñez y Domínguez.”