Editorial
Informe: fin del rito
La modificación al artículo 69 de la Constitución aprobada ayer por una amplia mayoría senatorial, de eliminar la presencia obligada del Presidente de la República en la apertura anual del primer periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, constituye, en los hechos, el reconocimiento del fin del ritual presidencialista del primero de septiembre, tan arraigado como obsoleto e inoperante.
Cabe recordar que la que habría debido ser una ceremonia eminentemente legislativa, como lo es la inauguración del periodo de sesiones, se distorsionó en el México posrevolucionario hasta el punto de convertirse en una exaltación incondicional y unánime del titular del Poder Ejecutivo, una suerte de “día del Presidente” en el cual la clase política expresaba su lealtad, e incluso su sumisión, al gobernante en turno, el cual, por su parte, se festejaba a sí mismo en el texto y en el discurso: ambos han sido, desde hace muchos sexenios, piezas de autocomplacencia, compendios de marcas históricas de dudosa veracidad –en inversión, en empleo, en dotación de servicios, en procuración de justicia, en combate al crimen, en educación, en salud–, recopilaciones convenencieras y sesgadas de estadísticas, justificaciones de la ineptitud, cuando no de la atrocidad. Muchos párrafos de informes de mediados del siglo pasado habrían podido incrustarse, sin que nadie se diera cuenta, en los más recientes recuentos presidenciales –los de Carlos Salinas, los de Ernesto Zedillo, los de Vicente Fox–, lo que muestra el vacío formulismo que llegaron a adquirir la ceremonia y el documento que le daba pretexto.
Sin embargo, el ritual propiamente dicho no empezó a declinar sino a partir del primero de septiembre de 1988, cuando, tras los comicios presidenciales del 6 de julio de ese año, que han quedado como fraudulentos en la memoria histórica del país, las bancadas opositoras lanzaron rechiflas e interpelaciones a Miguel de la Madrid; rompieron, de esa forma, con las acartonadas maneras que caracterizaban hasta entonces las visitas presidenciales al recinto parlamentario, y dieron una primera muestra de que el Legislativo podía ser algo más que una caja de resonancia para los discursos presidenciales. Otros momentos memorables de ese declive fueron las ceremonias de 1997 –el PRI acababa de perder, por primera vez en su historia, la mayoría absoluta en el Congreso, y Ernesto Zedillo hubo de escuchar la réplica a su discurso de labios de la oposición– y 2006, cuando los legisladores de los partidos que postularon a Andrés Manuel López Obrador como candidato presidencial, exasperados por el cúmulo de irregularidades registradas en la elección de ese año, impidieron a Vicente Fox que ocupara la tribuna de San Lázaro para leer el mensaje correspondiente a su último Informe de gobierno.
El primero de septiembre del año pasado se hizo evidente que la ceremonia del Informe era ya insostenible: el titular en turno del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, se empecinó en hacer uso del podio legislativo, pero no lo consiguió, y hubo de conformarse con pronunciar un breve formulismo sobre la entrega del informe escrito. Aunque los integrantes de las bancadas del Frente Amplio Progresista (FAP) evitaron los desfiguros y optaron por abandonar el recinto, la Presidencia de la República aplicó una ignominiosa censura televisiva en la transmisión del acto y dejó fuera del aire la breve intervención en la que la presidenta de la mesa directiva, Ruth Zavaleta, se excusaba de participar en la recepción del documento de manos “de quien proviene de un proceso electoral legalmente concluido, pero cuestionado en su legitimidad por millones de mexicanos”.
Precisamente ese déficit de legitimidad que la administración calderonista arrastra desde su origen hacía impensable mantener el ritual septembrino del presidencialismo. Y esa misma debilidad del actual Ejecutivo federal modula, por lo demás, la mayor parte de la agenda del actual periodo extraordinario: la apertura del secreto bancario en materia electoral –ténganse presentes las astronómicas y oscuras sumas invertidas en 2006 por individuos e instancias de la iniciativa privada en la campaña del candidato Felipe Calderón–, el establecimiento de castigos específicos a concesionarios de radio y televisión que violen la legislación electoral –recuérdese el descarado alineamiento propagandístico de tales concesionarios a favor de Acción Nacional– y la definición de causales para la nulidad de la elección presidencial –evóquese el impresentable fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) con el que se legitimó una elección presidencial a pesar de las “irregularidades graves” reconocidas por esa misma instancia–. Cabe preguntarse ahora si tales reformas lograrán restituir a las instituciones –y particularmente al Instituto Federal Electoral y al propio TEPJF– algo de la credibilidad que perdieron en 2006.