Tan cerca de Obama... tan lejos de Bush
Pocas fronteras físicas del mundo actual pueden considerarse que tengan la complejidad de la de México y Estados Unidos. La disparidad política, económica, social y cultural entre dos naciones como éstas es de tal magnitud que es difícil traer a la memoria caso alguno del mundo que se asemeje en cuanto a polaridad de visiones. Y si bien es cierto que la conformación acelerada de países y naciones en todo el globo terráqueo puede señalarnos multitud de ejemplos donde la confrontación de culturas y divisiones limítrofes sea más antagónica y diferente, también es cierto que en el caso que nos ocupa hay una definición marcada a tal grado como para ser un paradigma único del mundo. Con la peculiaridad de que nuestro vecino es la mayor potencia militar en la Tierra y hace frontera con una nación subdesarrollada del tercer mundo. Y empleo esta terminología a propósito para enfatizar una realidad que pretende disimularse o ser negada de plano.
Estados Unidos es el país más poderoso del planeta y México es una nación pobre, con la mitad de su población subsistiendo en la miseria y con instituciones incapaces de remediar la injusticia estructural que nos acompaña desde la época colonial. En consecuencia, las relaciones entre ambos países son asimétricas, lo cual marca todos los ámbitos de las relaciones que nos vinculan. Por lo menos en las vertientes económica, política y militar, las diferencias son abismales y pueden cuantificarse: nuestra frontera física común es de más de 3 mil kilómetros, una de las más grandes del mundo. En los campos del quehacer social y cultural somos tan distintos que ningún grado cuantificador es aplicable. En todo caso son las diferencias económicas, políticas y militares las que fijan la supremacía material, base de la relación bilateral.
Son infinitos los mecanismos de influencia mutua entre dos culturas o naciones. En el ámbito material la preminencia económica tiene un peso incuestionable en las relaciones, que adquieren naturaleza política de dominio y subordinación, abierta o sutil. Existe, sin embargo, cierto grado de autonomía e independencia en el proceso de toma de decisiones, más o menos soberanas.
Ha sido muy común sintetizar la naturaleza de las relaciones bilaterales con una frase que se atribuye al dictador mexicano Porfirio Díaz, considerado el hombre fuerte que impuso cierto orden en la dinámica caótica característica del México atribulado por las invasiones extranjeras y la mutilación territorial a manos del coloso del Norte, como se identifica a Estados Unidos.
El general Díaz gobernó a México, mediante sucesivas relecciones, durante el último cuarto del siglo XIX y el primer decenio del siglo XX. A él se atribuye la caracterización de las relaciones mexicano-estadunidenses con la frase textual: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Esta sentencia expresa tanto la fatalidad como el resentimiento natural que acompaña el sentimiento nacional por los agravios recibidos del poderoso vecino. Se dice de nosotros los mexicanos que nos poseen sentimientos encontrados hacia Estados Unidos, en una relación caracterizada por el amor y el odio, fluctuantes y endémicos.
Y si bien es cierto que el carácter mexicano constituye uno de los afluentes de los que se nutre la política nacional hacia Estados Unidos, también es cierto que las condiciones materiales en que se han expresado esas relaciones retroalimentan el sentimiento mutuo apasionado con el que ambas sociedades construimos esas relaciones.
Desde la segunda mitad del siglo XX, la migración de mano de obra mexicana al otro lado de la frontera habría de constituirse en un factor permanente en la agenda bilateral de nuestros países. En esos años, los flujos migratorios pudieron regularse e incluso adquirir rasgos de institucionalidad entre ambas naciones, circunstancias absolutamente ausentes e impensables en los tiempos de Bush.
Es incuantificable la contribución mexicana a la grandeza y consolidación de Estados Unidos en la actualidad. Su aportación en lo económico supera sin lugar a dudas la de cualquier otra minoría extranjera en la nación estadunidense. La contribución económica de los braceros mexicanos a su patria es también harto significativa. En 2007, se estima que enviaron recursos por más de 24 mil millones de dólares, que en cantidad equivalen a la segunda entrada de divisas a México, sólo superada por los ingresos petroleros. En un país con la mitad de su población viviendo en la miseria, las remesas constituyen un pilar de la estabilidad política.
En el contexto de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el candidato demócrata Barack Obama ha sido el que ha planteado con mayor claridad la reconstrucción de las relaciones con México, deterioradas durante el periodo de Bush. Ha sido explícito al proponer: “México es prioridad a través de una renovada sociedad estratégica con él”. Ha dicho que “las relaciones no se han recuperado desde que nuestro país rechazó caer en línea con la prisa del presidente Bush para la guerra”. Asimismo, ha planteado ir más allá de la relación formal entre gobierno al afirmar: “Buscaremos el involucramiento activo y abierto de los ciudadanos, de los sindicatos, del sector privado y de las organizaciones no gubernamentales para fijar la agenda y hacer progreso”.
Parafraseando la frase porfiriana, podríamos revertirla y decir: “México, tan cerca de Obama y tan lejos de Bush”.