■ Signó el acta de defunción de un muerto hace tiempo mal enterrado
En sólo una hora, el Senado sepultó el ritual del Informe
■ La interpelación de Porfirio Muñoz Ledo a Miguel de la Madrid, en 1988, el principio del fin del que era considerado el Día del Presidente
Ampliar la imagen Sesión de trabajo en la casona de Xicoténcatl. Cónclave entre el priísta Manlio Fabio Beltrones y los blanquiazules Gustavo Madero y José González Morfín Foto: Marco Peláez
Ampliar la imagen Los legisladores panistas Ramón Muñoz y Federico Döring, al momento de votar las reformas al formato del Informe presidencial Foto: Marco Peláez
“Honorable Congreso de la Unión… desde ahora no habrá más informes”. Fin. En sólo una hora de discursos, el Senado da mate a miles de horas de discursos. Se diría que es un asunto esencial para la República, pero los senadores chacotean. Saben que hay acuerdo y que los “posicionamientos” de los partidos son asunto de trámite. Al final, después de piezas oratorias de escaso interés, 107 senadores votan a favor de acabar de una vez y para siempre con el “Día del Presidente”.
Bueno, en rigor, los senadores llevan a la Constitución un cambio ya ocurrido, pero igual celebran que lo enterraron, aunque un tanto desganados, o bien entregados a otras grillas, ocupados en sus papeles o sus charlas, más atentos de sus teléfonos celulares que de los oradores.
“Se acabó el ritual”, se dijo en 1988, cuando Porfirio Muñoz Ledo se ganó patadas en la retaguardia tras interrumpir a Miguel de la Madrid con un “¡Señor Presidente!” Se acabó, se dijo, cuando en 1997 la mayoritaria alianza de las oposiciones, con el PAN y el PRD al frente, cambió la hora y el tono de la respuesta frente a Ernesto Zedillo. Se acabó, volvióse a decir, cuando Vicente Fox Quesada no pudo pasar del vestíbulo. Entregas y te vas, se burló la oposición del guanajuatense. Un año más tarde, Felipe Calderón entregó, dijo unas palabras y se fue.
Faltaba, en todo caso, el acta de defunción de un muerto hace tiempo mal enterrado. Y para extenderla los legisladores reforman dos artículos constitucionales y se dan vuelo con las descripciones ociosas y reiterativas del cadáver.
“Cambiamos el Día del Presidente por el Día contra el Presidente”, resume el perredista Pablo Gómez. Y describe ese día que recuerdan sobre todo los mexicanos mayores de 40, el día en que no había clases ni oficinas, y el Presidente llegaba al Palacio Legislativo en “su carruaje de rey, a decir lo que había hecho y lo que iba a hacer”.
Se acaba el carruaje para dar paso a una suerte de polígrafo parlamentario: estima el senador Gómez que mejor que acabar con el Informe presidencial, es que los servidores públicos han de acudir al Congreso “bajo protesta de decir verdad”.
Como en la canción de Chava Flores (“tengo en mi casa a Cleto, ¿ora dónde lo meto?”), nadie se hace cargo del muerto.
Francisco Arroyo Vieyra, senador del Revolucionario Institucional, ni siquiera había nacido cuando el “Día del Presidente” ya era toda una institución. Por eso, quizá, es que cuenta que uno de sus horrores infantiles era el “rictus echeverriaco” del Informe. Como saben quienes eran niños en esa época, Luis Echeverría se despachaba discursos sólo superados en duración por los del comandante Fidel Castro.
El senador Arroyo, del PRI, sigue con la descripción de los horrores del muerto (a diferencia de Cleto, quien ya fallecido se volvió bueno): recuerda sobre todo “el indignante besamanos”, pues el Presidente, del PRI, subía a una tarima para saludar a todos –la mayoría del PRI– mirándolos de arriba abajo. Todo eso cuenta el senador del PRI, quien extraña la “eficacia” con la cual gobernaba su partido y avienta el muerto a la fosa común: “Esa parte del viejo régimen nadie la extraña, tampoco nosotros”.
El panista Alejandro González Alcocer dice: “Pertenece a una etapa gris del país”.
El cierre de esa etapa da paso a la etapa preguntona. Esto, porque el Legislativo tiene, según la reforma constitucional, la facultad de preguntar por escrito al jefe del Ejecutivo, y su gabinete legal y ampliado. Los funcionarios tendrán 15 días para responder.
Falta que la reforma pase a la Cámara de Diputados, a donde fue devuelta con los cambios de los senadores, pero ya se celebra que los secretarios de Estado, el procurador general de la República y los funcionarios de paraestatales puedan ser llamados a comparecer ante el Congreso, y deberán hacerlo “bajo protesta de decir verdad”. Una mentira será considerada delito.
Ya encarrerados, los senadores mandan a la Cámara de Diputados una reforma que elimina el llamado “veto de bolsillo”, es decir, la posibilidad que tenía el Ejecutivo de impedir la entrada en vigor de una ley simplemente no publicándola en el Diario Oficial de la Federación. De ahora en adelante, el Presidente tendrá 30 días para hacer “observaciones”, y si no hiciere ninguna tendrá diez días para promulgarla. A cambio, los senadores le dan al Presidente la “iniciativa preferente”, es decir, el jefe del Ejecutivo puede presentar hasta dos iniciativas por periodo y el Congreso queda obligado a votarlas (la excepción: temas electorales y que atañen a los partidos). Un regalo.
Aunque antes, sobre el tema del Informe, el senador González Alcocer jure que la reforma “no es para facilitar las cosas al actual Presidente ni para acallar a la oposición”, sino un aporte a la distensión.
“¡Paz!”, le gritan desde los asientos perredistas.
Y el ex gobernador de Baja California confirma: “Para que llevemos la fiesta en paz”.
En paz se vota y en la libreta queda el dato del senador Arroyo Vieyra: el “carruaje” de los presidentes, un Lincoln negro de cuatro puertas, “desapareció de los haberes de Los Pinos, y hace poco lo vi en una exposición de autos antiguos”.
“¿En Guanajuato?”, le gritan de gayola.
“No, en Toluca”.
Las carcajadas cierran la hora, sólo una hora, la que lleva extender el acta de defunción del “Día del Presidente”.