Editorial
Afganistán: la guerra continúa
A tan sólo unos meses de que la administración Bush llegue a su fin, la opinión pública internacional asiste a una nueva escalada de violencia en Afganistán, la primera nación invadida por el actual gobierno estadunidense en el contexto de la llamada “guerra contra el terrorismo”. El pasado viernes, más de un millar de internos de la prisión de Sarposa, en Kandahar (al sur del país) –entre los que se encontraban alrededor de 400 presuntos combatientes talibán– fueron liberados por una treintena de insurgentes durante un operativo en que fue empleado un camión bomba, táctica suicida característica de algunos fundamentalistas islámicos. De forma casi inmediata, según informes de la cadena de noticias Al Jazeera, centenas de integrantes del movimiento integrista iniciaron acciones ofensivas con el objetivo de recuperar el control de Kandahar, feudo histórico del movimiento talibán.
En respuesta, el gobierno afgano y la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), comandada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), han enviado refuerzos a la zona sur del país para “hacer frente a cualquier amenaza potencial”, y han advertido a los habitantes de la región para que “no den cobijo a los presos evadidos”. Por su lado, el gobierno británico informó ayer que sumará alrededor de 200 efectivos militares a su fuerza en Afganistán, con lo que el número total de soldados británicos en ese país ascendería a más de ocho mil.
Los hechos de violencia referidos y el subsecuente despliegue de fuerzas militares dan cuenta de que al día de hoy, casi siete años después de la invasión emprendida por Washington y sus aliados en Afganistán, persiste en esa nación centroasiática un escenario de guerra así como un movimiento de resistencia con capacidad de fuego suficiente para llevar a cabo en forma eficaz operaciones como la de la prisión de Sarposa, que se encuentra –cabe mencionarlo– a unos kilómetros de la base principal de la OTAN.
Por lo que puede verse, la insurgencia encabezada por el integrismo sunita goza de un amplio respaldo popular que dificulta las perspectivas de su derrota por parte de las fuerzas invasoras; de lo contrario, no se explicaría el hecho de que siga combatiendo tras un septenio de enfrentar al conglomerado bélico más grande de la historia de la humanidad.
Aunque el movimiento talibán resulte impresentable en términos ideológicos, parece innegable que se encuentra al frente, en las circunstancias actuales, de un legítimo movimiento de liberación nacional que combate la invasión y ocupación de Afganistán, emprendidas por Washington en 2001.
En efecto, la presencia militar de Estados Unidos y de sus aliados en territorio afgano es un atropello colonialista, como el que ha tenido lugar en Irak desde 2003. Esta aventura bélica criminal, cabe recordarlo, enfrentó desde un principio la desaprobación de la comunidad internacional y generó masivas muestras de repudio de la opinión pública, en cuya percepción la guerra no obedecía a un intento por controlar el terrorismo mundial ni por eliminar armas de destrucción masiva –que nunca existieron–, sino a una maniobra para proyectar los intereses geoestratégicos y corporativos de la mafia político-empresarial que aún controla la Casa Blanca.
Por el contrario, en el caso de Afganistán, la invasión se efectuó sin oposición aparente e incluso gozó de cierta legitimidad por el respaldo de la ONU y por los vínculos entre el depuesto régimen talibán y la red Al Qaeda, presunta responsable de los atentados terroristas del 11 de septiembre en Washington, Nueva York y Pensilvania.
Sin embargo, ambas agresiones han sembrado sufrimiento y zozobra en la población civil de ambos países; han arrasado soberanías nacionales y configuran, ambas, un atropello contra la legalidad internacional y la vigencia de los derechos humanos en el mundo.