Usted está aquí: domingo 15 de junio de 2008 Opinión Los muertos

Carlos Bonfil
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Los muertos

El trabajo del argentino Lisandro Alonso se exhibió por primera vez en nuestro país en el contexto del Ficco (Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la Ciudad de México), aunque ahora se proyectan tres de las cuatro cintas filmadas hasta hoy por el joven realizador, en un ciclo que promueven la productora y distribuidora Mantarraya Films y la Cineteca Nacional. Una oportunidad para acceder a una obra original y arriesgada que gana mucho al ser apreciada en su conjunto, por su continuidad, ilación y coherencia estilística. Apenas sorprende que los distribuidores de los mexicanos Carlos Reygadas (Japón, Luz silenciosa), Amat Escalante (Sangre, Los bastardos) y del español Pedro Aguilera (La influencia) hayan rescatado del circuito de los festivales internacionales esta obra hermética, de lirismo contenido, para ofrecerla en México a un público que muestra ya, sin mayores prejuicios, exigencias nuevas.

Este cine de autor, comúnmente asociado con las propuestas minimalistas de Tsai Ming Liang, Weerasethakul, Naomi Kawase o el Gus van Sant de Gerry, tiene equivalentes valiosos en el cine latinoamericano, y éstos gozan de un reconocimiento internacional que contrasta con la aceptación aún muy limitada en sus países; esta situación ha generado la estrategia de promover sus trabajos en festivales locales y circuitos de exhibición alternativos. Es el caso emblemático de Lisandro Alonso, cineasta de 33 años.

El corazón de las tinieblas. Una formidable secuencia inicial muestra fugazmente en Los muertos (2004) los cuerpos de dos jóvenes ejecutados en la selva; se insinúa la silueta de un observador, un brazo sostiene un machete, todo transcurre rápidamente, como una visión alucinada, entre la ficción y el registro documental. Lo que sigue es el interior de una cárcel argentina, de la que es liberado Vargas (Argentino Vargas), un hombre que acaba de purgar una condena de 20 años, y cuyo propósito es regresar a su lugar natal, Misiones, para encontrarse de nuevo con su hija. Como en su trabajo anterior, La libertad (2001), Alonso captura con minucia extrema la actividad de un hombre a lo largo de un día. Faena laboral en el caso del leñador Misael Saavedra; travesía por río y selva de Vargas, el ex presidiario con un propósito fijo en la cabeza, y conducta, gestos y trato impenetrables todos, preñados de un mismo enigma. En ambas películas la naturaleza es omnipresente; se registra la luz y sus múltiples variaciones entre el follaje con la misma parsimonia con que los protagonistas se alimentan al desollar aplicadamente a un animal inerme, extraen las vísceras de un cabrito, escarban el interior de un armadillo, comen impasiblemente frente a la cámara, en el límite del filme etnográfico y el registro naturalista de un ritual primitivo. Las tomas largas, planos fijos que asisten al derribe con sierra eléctrica de un árbol o al desplazamiento fluvial de una canoa, prescinden casi por completo de diálogos. Todo transcurre en el tiempo de una larga espera, donde protagonista y espectadores habitan un mismo territorio silvestre, hasta ese punto final de la no-narración que dará paso a una interrogación nueva, todavía más inquietante.

El tercer largometraje, Fantasma (2006), reúne en un espacio cerrado, el teatro San Martín, en Buenos Aires, a los protagonistas de las cintas anteriores para el estreno de Los muertos. Una nueva exploración territorial conduce al espectador por los laberintos de un teatro condicionado en cine, anclado en los años 60, que en todo momento semeja un lugar abandonado, como aquella sala de cine en Good-bye, Dragon Inn, de Tsai Ming Liang, donde se evocaba con lirismo macilento el crepúsculo del cine-espectáculo entre miradas furtivas, merodeos rituales por los sanitarios, oscuridades cómplices y el presentimiento incierto de un colapso universal entre cuatro paredes. Todo en las antípodas de un cine hollywoodense con vocación apocalíptica, como El fin de los tiempos (The happening), de M. Night Shyamalan, actualmente en cartelera, donde la naturaleza conduce a los seres humanos a la autodestrucción y a vagar desesperanzados por territorios cada vez más hostiles, para terminar protegiéndose del miedo colectivo en el abrazo de la familia unida frente a un desastre solamente postergado.

Las cintas de Lisandro Alonso no ofrecen las coartadas sentimentales de rigor, son el anti-happening perfecto que, prescindiendo de las rutinas y ritmos narrativos del cine comercial y de sus esquemas melodramáticos gastados, consiguen producir en el espectador una desazón moral intensa y perdurable.

Los muertos se presentará en la Cineteca Nacional el próximo martes para inaugurar el ciclo dedicado a Lisandro Alonso, quien estará presente.

 
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