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DOMESTICANDO AL CAFÉ
Hay plantas propicias y plantas hostiles. Unas son amistosas, entrañables, otras funestas, ominosas, malignas... El maíz es una planta fraterna, como lo son el frijol y la calabaza, que conviven en la milpa doméstica. También son propicios los frutales que se entrelazan en la huerta tradicional y los chiles, jitomates, rábanos y chayotes que crecen junto a la vivienda campesina. Pero así como las hay benévolas también las hay malignas. El henequén, por ejemplo, es nefasto. Y no por su talante erizado sino porque a su vera el pueblo maya perdió la libertad. En aras de sus vertiginosas plantaciones a fines del siglo XIX la “casta divina” arrasó con las comunidades reduciéndolas a la esclavitud. Por eso, pese a que lo conocían y usaban antes de la conquista, los campesinos de Yucatán desquieren al espinoso agave, testigo y cómplice de su desgracia, verde grillete de su humillación. La dulce caña de azúcar es también una planta enemiga, un cultivo avasallante que a su paso barrió con las milpas campesinas, agotó las aguas, taló los bosques, consumió a los hombres. En Morelos el cerco verde de la gramínea asfixió a las comunidades hasta que la gente de Zapata dijo basta. Porque la revolución del sur fue una guerra de pueblos contra haciendas, pero también un combate de milpas contra cañaverales. Hostil es el tabaco, y no por adictivo y cancerígeno, sino porque en Valle Nacional y otras zonas de cultivo consumió a ejércitos de trabajadores enganchados. Como son odiosos los grandes plantíos de algodón que año tras año derrengaban a miles de pizcadores en los interminables latifundios de La Laguna. También el café es una planta funesta. Tras el amable arbusto de rojos frutos se oculta una sombría historia de explotación y su llegada a las laderas de Soconusco acrecentó sobremanera la moderna esclavitud de los pueblos indios de Chiapas. Varias generaciones de tzeltales, tzotziles y mames padecieron como galeotes por temporada en las inhóspitas plantaciones, pues para cosechar el café destinado a San Francisco, Bremen o Hamburgo los finqueros alemanes hicieron esclavos de entrada por salida a los genéricos “chamulitas” pobladores de las partes más ariscas del estado. Entre tanto, en Oaxaca, los cafetales de Pluma Hidalgo, Juquila y Miahuatlán consumían las energías de legiones de mixtecos, mientras que en Córdoba, en Jalapa y en las huertas privilegiadas de Coatepec los grandes caficultores veracruzanos dejaban exhaustos a los cosechadores totonacas en aras de producir un aromático de excelencia. Desde fines del siglo XIX y hasta bien entrado el XX las plantaciones fueron lugares de penuria y sumisión. Para más de tres generaciones de pizcadores el del cafeto fue un cultivo esclavizante, una labor impuesta, ignominiosa. Y los campesinos odiaban al café. Con la revolución de 1910 no cambiaron las cosas en el cafetal. El alzamiento popular fue justiciero y en los años 20s del siglo pasado algunos latifundios pasaron a manos campesinas. Pero por ser agronegocios empresariales presuntamente eficientes, las plantaciones quedaron igual. De este modo, los gobiernos de Álvaro Obregón y de Plutarco Elías Calles remacharon la percepción campesina de que cultivos como el henequén, la caña de azúcar, el algodón y el café eran definitivamente ajenos y hostiles, asunto exclusivo de hacendados y grandes finqueros. En el nuevo México de la posrevolución las plantaciones siguieron siendo inhóspitas: campos de exterminio que la epidérmica sindicalización rural no emancipó. Y los campesinos, reducidos a la condición de pizcadores en huerta ajena, seguían odiando el café. Los vientos cambian a fines de los años 30s del pasado siglo, cuando el gobierno de Lázaro Cárdenas opta por una reforma agraria campesina, estima que los ejidatarios y comuneros son capaces de manejar siembras agroindustriales y apuesta a que la economía doméstica puede vérselas con cultivos de plantación. Así Cárdenas expropia y reparte algodonales, henequenales, cañaverales y al final entrega también algunos cafetales a los solicitantes de tierras Sólo que la hostilidad entre campesinos y plantaciones viene de antiguo y no se borra de súbito con el cambio de propiedad. Las pencas de henequén que obtienen los debutantes ejidatarios de Yucatán no son orgulloso producto del trabajo campesino, sino el alimento que demandan las desfibradoras y cordelerías privadas, y más tarde la materia prima que exige la estatizada Cordemex. Las cosechas de los ejidatarios cañeros no son dulces frutos de la parcela doméstica, sino ofrendas a la insaciable voracidad del ingenio privado o paraestatal. Y en un primer momento también los recientes ejidatarios cafetaleros se enfrentan a las huertas de mala manera. Al comienzo las cultivan desidiosamente, como quien no quiere la cosa, y apenas pueden las administran al modo finquero mediante mozos contratados. No es fácil reconciliarse con el enemigo. Cuesta trabajo aquerenciarse con el cultivo que expolió a padres y abuelos. Y más cuando el flamante dueño de la pequeña huerta tiene que trabajar para el acaparador, para el coyote, para el propietario de la planta de beneficio, para la trasnacional agroalimentaria y, por algunos años, para una empresa paraestatal, el Instituto Mexicano del Café (Inmecafé), que sin ser lo mismo era casi igual. Con el tiempo, los pequeños agricultores mexicanos han ido aprendiendo a confraternizar con el cafetal. En los 70s eran inexpertos y se dejaron seducir por el modelo de monocultivo intensivo en agroquímicos que impulsaba el gobierno a través del Inmecafé, pero a raíz de la caída de los precios ocasionada por la cancelación de los acuerdos económicos de la Organización Internacional del Café (OIC) en 1989, algunos productores organizados se orientaron al manejo sin agrotóxicos y a la comercialización a mercados solidarios donde se pagan precios justos. Así, quienes al principio lo cultivaban como de soslayo, con desconfianza, fueron desarrollando una cultura agrícola propia, fueron domesticando al enemigo ancestral y campesinizando un cultivo de origen finquero que por generaciones les fue adverso. Y en las regiones donde predominan los pueblos originarios hoy puede hablarse con propiedad de huertas indias, cafetales de montaña no sólo limpios sino biodiversos y sustentables, donde se cultiva en cooperativas democráticas un café orgánico, suave y de altura orgullosamente mexicano Más aún, en algunas regiones cafetaleras los huerteros, que lo cosechaban pero no lo consumían, están empezando a tomar buen café. Armando Bartra |