Por Alejandro Brito y Fernando Mino
El encierro es un microcosmos de la masculinidad. En la
cárcel coexisten conflictos complicidades, luchas y deseos.
Las posibilidades de ser hombre se reducen en medio de
la mirada vigilante de los otros internos. La sexualidad, como
metáfora y como acción, se vuelve asunto de poder y de reafirmación
de la masculinidad.
Rodrigo Parrini, maestro en Estudios de Género por El
Colegio de México e investigador del Centro Nacional de
Prevención y Control del VIH/sida (Censida) se sumergió en
el ambiente del Reclusorio Norte de la ciudad de México para
analizar las formas en que los internos viven su identidad, su
corporalidad y su deseo sexual. El resultado es Panópticos y
laberintos. Subjetivación y corporalidad en una cárcel de hombres,
investigación publicada en 2007 por El Colegio de México.
A continuación parte de la charla con Letra S:
Tú acercamiento a las cárceles partió del interés de
corroborar las teorías de Michel Foucault respecto de la
disciplina carcelaria y de pronto te topas con el deseo y
la corporalidad de los internos, ¿qué sucedió? Foucault fue la llave más importante, pues sus teorías sobre
la disciplina y las cárceles han tenido una influencia enorme
a partir de sus estudios generales sobre el poder y de su libro
sobre el nacimiento de la prisión en Europa, Vigilar y castigar.
No obstante, Foucault construye una teoría abstracta del
poder a partir de una investigación histórica: trabaja con los
documentos de la institución carcelaria, con los archivos,
con médicos, con criminólogos. Yo preferí trabajar con los
sujetos encarcelados; trabajé con la institución, pero a la
inversa. Cuando escucho a estos sujetos, cuando los entrevisto
y les pregunto acerca de su vida, de sus identidades, de
lo que piensan de sí y de los otros, lo que encontré es que
la cárcel no funciona como está especificado en su código o
en su normatividad, por una razón fundamental: los presos
se apropian de la institución.
¿Cómo sucede eso?
La cárcel es, desde su origen, una institución fracasada, no
obstante persiste, pues cumple con una función de control.
Es un espacio bien definido, tiene cierta disposición arquitectónica,
ciertos horarios, ciertos sistemas de vigilancia,
etcétera. Todo este contexto es transformado por los internos
de la cárcel, por ejemplo, a través de la estética: en el
Reclusorio Norte los internos deben vestirse de beige, color
que usan en su atuendo cotidiano, pero los más jóvenes
usan ciertas prendas, tipo banda urbana o como raperos,
mientras otros visten mejor ropa. La presencia de altares,
imágenes religiosas, carteles con mujeres desnudas o fotos
familiares también refuerza la idea de la apropiación de la
institución.
Las condiciones de vida refuerzan la asimilación. La sobrepoblación,
el hacinamiento y la falta de privacidad, por ejemplo.
En el momento en que yo hice la investigación el reclusorio
tenía más de 10 mil internos. Había celdas con quince o veinte
personas; algunos de los presos dormían amarrados a los
barrotes o sentados en el retrete de la celda. Otro factor es la
extensión de las relaciones sociales carcelarias con las del exterior.
Hay barrios específicos vinculados a algún tipo de delito.
Internos de la colonia Doctores o de la Romero Rubio llegan
con amigos, con relaciones al reclusorio.
¿Cómo se vive la sexualidad en un contexto a primera
vista tan adverso? En contraste con el hacinamiento generalizado, los internos
crean un entorno que cumple con ciertas normas de privacidad.
Están las cabañas —construcciones hechas de mantas y
maderas—, habilitadas por los mismos internos los días de visita,
que están cerradas a la mirada de los otros y que sirven para
el intercambio erótico con sus parejas o con mujeres que ejercen
el sexo remunerado. Pero también para los internos que
tienen sexo con transgéneros o travestis hay espacios privados:
a la litera inferior dentro de algunas celdas se le pone una cortina
que crea un pequeño camarote, donde todos saben lo que
está pasando, pero no hay acceso a las miradas.
Hay una relación entre identidad y cuerpo que no necesariamente
va en una sola dirección. El cuerpo puede ir
por un lado y la identidad por otro, ¿no es así?
Encontré que no existe una relación jerárquica, sino circular
y no unívoca: no hay un cuerpo al que le corresponda un
deseo y una identidad, sino que existen relaciones segmentadas, parciales. Para ejemplificar esta afirmación cito un
testimonio indirecto: un interno me contó sobre un viejo
travesti que, afirma, es un cabrón. Entonces, la identidad es
femenina, pero cabrón es un atributo masculino. Un sujeto
que es mujer y hombre, todo en un solo enunciado. Y más
aún: el travesti cabrón le advierte a todos los presos que lo
puto lo tiene en el culo, pero que les puede partir la madre
en cualquier momento. Su cuerpo no está sellado, no está
definido por completo. Si bien es “puto en el culo”, en otras
partes de su cuerpo tiene hombría y puede liarse a golpes,
comportarse como hombre según sus propios parámetros.
Al hablar del deseo homoerótico en las cárceles suele decirse
que se trata sólo de un deseo transitorio, circunstancial.
Creo que hay dos explicaciones contrapuestas en este tema.
Algo que podemos denominar “teoría gay” dice que potencialmente
todos los hombres tienen un deseo homoerótico,
y todos aquellos que tienen prácticas homosexuales y no
construyen una identidad gay es porque están dentro del
clóset. Se puede estar o no de acuerdo, pero es importante
considerar que el deseo gay es una construcción histórica,
una identidad creada en Occidente en los últimos 100 años.
A su vez, una noción instintiva de la sexualidad plantea que
si los instintos no tienen los medios adecuados de satisfacción,
buscan los inadecuados, que en este caso son los
sujetos del mismo sexo.
Pero la cárcel demuestra que si la sexualidad teme algo,
no es al instinto. El deseo es contextual. Hay una erótica, hay
relaciones sociales, simbólicas, imaginarias que permiten
ciertos vínculos eróticos, pero que no los obligan y puede
que nunca se den. Los internos participan en ciertas relaciones
sociales, en un contexto que los vincula con otros hombres.
Pero esto no significa que tengan sexo con ellos, y si lo
tienen no necesariamente se identifican como gays. No sirve
quedarse en la dicomotomía entre ‘clóset’ e instinto; por eso
hablo de un deseo contextual, pero a la vez social.
¿Los hallazgos de tu investigación aplican sólo a la cárcel,
como un espacio cerrado, o también existen esquemas
similares en espacios abiertos?
En la sexualidad y en la construcción de las identidades
participan elementos generales, comunes, nada se genera
de pronto y de la nada. Tienen referentes, los internos no
se forman en la cárcel, vienen de afuera, fundamentalmente
de sectores populares, tanto urbanos como rurales. El imaginario
es compartido en estos entornos: una sexualidad
masculina desbordante, desbordada, siempre apremiante,
que necesita estar activa; para el hombre es un requerimiento
tener sexo, con mujeres fundamentalmente, pero si no
hay puede practicarse con otros hombres que sirvan como
mujeres. El punto fundamental es mantener la masculinidad,
que depende en este caso de la posición sexual, hablando
en términos del imaginario sexual: ser activo.
¿Qué implicaciones podría tener tu trabajo para la
prevención del VIH en las cárceles?
En los internos hay una conciencia muy aguda del tiempo, al
entrevistarlos me señalaban con claridad: ‘me faltan cuatro años
tres meses, cinco días para salir’. Saben perfectamente el paso
del tiempo hacia la libertad. El juego con esta conciencia del
tiempo crea el mensaje preventivo: si no te cuidas, si te infectas
de VIH, ya no vas a salir,será como una cadena perpetua. |