Usted está aquí: lunes 2 de junio de 2008 Cultura En el vientre del hipopótamo

Hermann Bellinghausen

En el vientre del hipopótamo

En el hangar donde una decena de naves anfibias reciben los últimos detalles, la noche anterior a la carrera anual de esculturas kinéticas de Arcata la rivalidad entre los competidores es evidente. No es para menos. Llevan meses preparándose para la contienda, que llega a su cuadragésima edición. Una cabeza de tiranosaurio de malla verde asoma sobre el portón del vasto recinto donde se alistan las naves.

La buena onda imperante y obligatoria no impide que afloren las diferencias añejas, las pequeñas mezquindades. Huele a muchos materiales de trabajo, pero sobre todo a mota. Robert y su equipo rodean el inmenso Hipipótamo multicolor de cuerpo articulado y con símbolos de paz-y-amor, un catamarán con flotadores y llantas operado como bicicleta.

La primera regla de la carrera es que las esculturas kinéticas no tengan más motor que la energía del cuerpo humano y sean capaces de recorrer en tres días unos cincuenta kilómetros de carreteras, arenales y tramos acuáticos en la helada bahía de Humboldt. La segunda regla es que los corredores y sus equipos, que suman decenas de personas, se diviertan como locos. De lo contrario quedarán descalificados. El resto de las reglas, que ocupan seis cuartillas a renglón cerrado, son escuetas, rigurosas y absurdas.

–A esto se dedican las gentes que no tienen nada que hacer –comenta Syd, cáustico como siempre.

Arcata, Eureka, Trinidad, Ferndale y toda esta parte de la costa norte del Pacífico se convirtió hace décadas en destino definitivo del por lo demás breve Summer of Love (67-69) y sus hippies originales, hoy sexagenarios pero todavía vestidos de payasos y con flores en el pelo.

Es acá que vino a refugiarse el inigualable Captain Beefheart cuando el sistema y el fisco destruyeron su carrera musical. Más al sur, en Sebastopol, Tom Waits vive, compone y graba en una granja. Son muchas las variantes de baby boomers que en este frío litoral de azaleas y pinos gigantes han creado una burbuja para su inserción, relativamente autónoma, en la economía capitalista.

Un dragón de metal reluciente, varios metros de envergadura y aspecto aterrador es el rival a vencer. El único con patrocinio corporativo (de una embotelladora). Duane, un escultor dicen que famoso, jefatura sus Biking Vikings (Vikingos Ciclistas) de armaduras y cascos con cuernos de metal. Su campamento dentro del hangar está vedado a los “extraños”. Todo mundo los alucina por pesados.

Hay un coche de carreras con su sonriente escuadra de overol fosforescente y aspecto técnico, como en los pits de Le Mans. También una carroza fúnebre, un caracol de tela y otro de alambre, un planeta enfermo y con chipotes que gira al moverse la nave, un gallo grande de aluminio, un alto cuadriciclo con los colores de las barras y las estrellas llamado Patriot Act, se supone que con ironía. Y mucha fauna más. Del techo cuelgan estructuras sobrevivientes de años anteriores: dinosaurios, jabalíes, estaciones espaciales, aviones, espantajos de halloween.

El principio de la bicicleta (pedal, cadena, engranes), bueno en tierra y agua, aquí es casi universal. En el pit del Hipipótamo, entre herramientas, soldadoras, mesas de carpintero y tanques de gas, el equipo de Robert se ajetrea. Su hipopótamo lleva bajo su cúpula un gong chino, decenas de carteles sicodélicos del Fillmore West, dos cómodas butacas, una marimba de maderas tropicales con guajes como cajas de resonancia (intérpretes incluidos). Y unas pequeñas esculturas inexplicables, obra de otro artista local, detallista y magistral, que sopletea hierro a altísimas temperaturas y con precisión de relojero a un lado del hipopótamo. Los lentes de seguridad, la melena entrecana y la abundante barba ocultan su rostro de Dostoievski.

La marimba es aportación del copiloto de Robert, un veterano deadhead que casi por accidente devino constructor de las mejores bell marimbas (marimbas de campana) del hemisferio occidental. Recibe pedidos de la Ópera de Pekín y combos de Bamako, Nueva York o Costa Rica. A pocas cuadras del hangar está su taller con veinte empleados y dos pisos: una catedral de marimbas. Pilas de teclas ya labradas de todos los grosores. Audímetros de precisión. Computadoras. Y una placa con el nombre de Jerry García (que es el Pedro Infante de los deadheads).

En el bullicio del pit suena Nights In White Satin, de Moody Blues. Una muchacha improvisa con la marimba en el vientre del hipopótamo y bebe limonada seguramente orgánica. Llegan oleadas de incienso hindú.

 
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