Semana negra
La que termina ha sido una semana negra, si se permite el abuso del eufemismo: más muertos en Sinaloa o en Chihuahua, que en su peculiar manera de evaluar la situación el gobierno usa para confirmar sus triunfos en esta guerra que si no es del fin del mundo sí puede ser la del fin del Estado.
También, semana dura y ruda, sin linimentos: los legisladores panistas incurren en el despropósito ante su orfandad argumentativa e insultan a algunos de sus invitados cuyas tesis les molestan; el gobierno admite que el fantasma del hambre también nos ronda, pero de inmediato nos informa que en materia de ideas y estrategias la inanición llegó primero y propone un programa confuso y, en sus propios términos, insuficiente: el país campeón del libre comercio reduce a cero sus aranceles para así importar alimentos previamente encarecidos en el mercado internacional; el gobierno de la modernización y del empleo, el que nos blindó frente al embate populista de todos tan temido, hace un acto de fe y nos reconforta con el inventario de unas potencialidades para capear la ola de carestías y sus efectos sobre la nutrición nacional en las que sólo pueden creer el secretario de Hacienda y el inefable secretario Cárdenas.
Para rematar esta semana, que pronto veremos como una más, el gobierno de Estados Unidos le enmienda la plana a Calderón y lo remite a la memoria: el diagnóstico sobre el narco que pone la demanda en Estados Unidos y el tráfico (y los muertos) acá es cosa del pasado, porque uno más de los resultados no buscados de tanta batalla contra el mal es el de que México se ha vuelto gran consumidor de todo tipo de drogas. Es aquí, tal vez, donde anida la serpiente de la demolición del Estado nacional: el poder local se contamina con rapidez y la seguridad pública queda en manos de quienes encarnan la peor amenaza a la tranquilidad ciudadana. La ecuación se cierra con una perspectiva de disgregación de la geografía política nacional; sólo falta que se integre a la caja de Pandora abierta por el gobierno con sus malhadadas iniciativas, y que el federalismo fiscal salvaje desatado a finales del siglo XX se transfigure en federalismo energético, donde los nuevos señores de las guerras se asocien con lo peor del sindicalismo heredado que ahora pacta a la luz del día para darnos una república descerebrada, al carecer de centro político legítimo que la sostenga.
El gobierno no encuentra un eje que lo articule y su apuesta por un cogobierno vergonzante le está resultando un desastre. No quiso o no pudo admitir que sus planes para el petróleo remitían al ámbito constitucional y de ahí en adelante no ha tenido otra cosa que ofrecer que confusión verbal, intelectual, en sus propios gestos y hologramas.
Si las encuestas le dicen otra cosa al grupo gobernante, peor para todos, pero las tijera malditas del temor al hambre y la dilapidación energética se van cerrando sin que en el poder constituido pueda encontrarse señal alguna de entendimiento de esta realidad. Sólo promesas y amenazas, acompañadas de juegos de ingenio y manipulación de cifras de los órganos técnicos del Estado.
El Congreso no podrá acometer la tarea crucial que le espera si sus principales dignatarios, junto con los dirigentes de los partidos, insisten en hacernos creer que por la vía de la política normal se superará el desorden institucional y mental que sufre el país desde que arribó a nuestras playas la alternancia integrista. Como lo ha mostrado el debate petrolero, aun en los términos de los tristes defensores y exégetas de las reformas de Calderón, nuestros tiempos son constitucionales de principio a fin y la política que debe emprenderse es de ese calibre.
El acuerdo nacional a que debe convocar el Congreso debe tejerse a la luz del día y los entendimientos buscarse a partir de lo que la Constitución establece y manda. Si se concluye que hay que cambiarla, será al final de la jornada y no como fruto de los abusadillos que querían pasar por debate un mero trámite en comisiones. A esos se los llevó el remolino y los depositó en las goteras de esta historia.
Una sucesión de semanas como esta no puede sino anunciar la llegada de la disolución nacional, a la que quizá sin pensarlo nos han convocado en estos días los iconoclastas del constitucionalismo banal.