La asechanza laicista en México
La tempestad provocada en Jalisco a raíz de la llamada “megalimosna” ha generado una ola de cuestionamientos sociales y mediáticos que ha desembocado en una posible auditoría solicitada por la Comisión Permanente del Congreso de la Unión que analiza solicitar a la Auditoría Superior de la Federación (ASF) investigar las finanzas del gobierno de Jalisco, para determinar si existió un desvío de recursos públicos en favor de la Iglesia católica; no sólo se trata del donativo para el templo cristero sino apoyos a organizaciones sociales e iniciativas católicas (La Jornada, 25 de mayo de 2008). Sin que exista aún dictamen alguno, en días pasados la Secretaría de Gobernación se declaró “incompetente” para abrir una investigación, porque, según la subsecretaria Teresa Aranda: “En este caso no es un recurso federal”. Y efectivamente ni en la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público ni en su reglamento figura sanción alguna para todo funcionario público que quebrante el carácter laico del Estado.
Sobre los apoyos económicos de los gobiernos a la Iglesia católica no hay nada nuevo en el hecho, sin embargo las repercusiones sociales, especialmente en el propio estado de Jalisco, han colocado al gobernador en situación crítica. Desde siempre ha reinado la discrecionalidad en los diversos donativos destinados a la Iglesia católica y lo legal se ha “acomodado” para facilitar transferencias de recursos financieros. Basta evocar cómo se construyó la actual Basílica de Guadalupe, el mismo Guillermo Schulenburg ha reconocido en sus memorias el apoyo determinante del gobierno de José López Portillo, el presidente que sólo creía en Hegel. Recordemos la transferencias de recursos en la época de Salinas de Gortari, por conducto del Pronasol, para mantener y reconstruir atrios y templos en diferentes plazas del país. La autorización para la conversión de deuda externa, los millonarios Swaps, para una fundación católica manejada por el jesuita José González Torres. Desempolvemos nuestra memoria para evocar que entre los regentes Óscar Espinosa Villarreal, por quien el cardenal Rivera “metió las manos al fuego”, y Manuel Camacho Solís entregaron el Nacional Monte de Piedad a una organización de laicos comprometidos y cercanos a la Iglesia para desarrollar y financiar obras altruistas con lo que se robusteció la red y las instituciones de asistencia privadas. No nos sorprendamos, existe una práctica concurrente en cada diócesis de apoyos, exoneraciones y estímulos de la mayor parte de los gobiernos locales en particular a la Iglesia católica. Son tan sólo unos ejemplos de dominio público. Mire usted, acaba de aparecer una nota en la que el obispo de Aguascalientes, monseñor José María de la Torre, se queja ante el gobierno de que un terreno de 500 metros cuadrados donado es insuficiente para construir ahí una iglesia, ¡qué se cree el gobernador!: “si no se trata de casitas del Infonavit”, dijo el prelado con enojo (Milenio, 27 de mayo de 2008).
Lo novedoso en el caso del donativo al santuario cristero en Jalisco es la repercusión y oposición de numerosas organizaciones de la sociedad civil, de intelectuales, círculos académicos y medios de comunicación. Hay más de 6 mil demandas ante la comisión estatal de los derechos humanos, manifestaciones callejeras e irritación social en un estado donde ha imperado tradicionalmente la religión católica. Paradójicamente la defensa del Estado laico se está dando en una región abrumadoramente católica; sin duda los excesos del cardenal Juan Sandoval Íñiguez han contribuido para catalizar la magnitud de la reacción.
Igualmente, esta situación ha desatado una torpe defensa desde algunos sectores de la Iglesia católica enfrentando una supuesta “conjura laicista anticlerical y anticatólica”; un ejemplo patético lo ofreció el último número Desde la Fe, el semanario de información católica, con un chapucero artículo titulado “5 mentiras sobre la megalimosna”. La ratificación del cardenal Juan Sandoval como arzobispo de Guadalajara por parte del papa Benedicto XVI puede enfervorizar dicha posición. Efectivamente el laicismo surge históricamente como reacción a un orden colonial, donde la Iglesia era parte central del Estado; en sus primeras etapas, dicho laicismo se nutrió del pensamiento liberal cientificista que pugnaba por la separación entre la Iglesia y el Estado. Juárez confecciona dicho proceso que provocará enconos, antagonismos y revanchas. El laicismo se fortalecerá con aportaciones de diferentes logias masónicas pujantes durante el siglo XIX; en cambio, la guerra cristera de 1926-1929 favorecerá la incorporación al laicismo de diferentes corrientes socialistas y anarquistas que fervorosamente se manifiestan contra toda forma de regresión clerical. El laicismo, el anticlericalismo y el anticatolicismo son esferas diferentes que han interactuado. El punto de equilibrio vino de la simulación, la hipocresía política, la discrecionalidad de los regímenes posrevolucionarios que dieron estabilidad y construyeron un sistema de contrapesos en que los actores, aun los religiosos, participan e inciden por sus intereses. Ese laicismo se convierte en muchos casos en jacobinismo o una forma de anticlericalismo extremo. Ese laicismo que invoca la actual defensa católica ya no existe de manera imperante. En cambio, se está formando una nueva laicidad que proviene de los grupos y asociaciones que defienden los derechos de sectores excluidos y de minorías como grupos de mujeres, homosexuales, nuevas formas de parejas, etnias, etcétera, que perciben en la defensa del Estado laico la libertad no sólo religiosa sino también la libertad de conciencia y la posibilidad de defender la alteridad y la diversidad, dichos sectores han sido despreciados con desaire por el propio cardenal Sandoval. Un nuevo entramado se construye en la interacción de los actores, entre lo viejo y lo nuevo se irán edificando nuevas síntesis.