Marulanda
Algunos ahora cincuentones, o casi, hemos estado escuchado cosas de las FARC y de Marulanda desde que éramos niños. Cosas violentas, casi siempre: combates, muertos, secuestros, explosiones, heridos, capturas, ambulancias, policía; desaparecidos, ajusticiados, torturados, encarcelados, exilio. De cuando en cuando, tentativas de paz que terminan en masacres, en tanques que suben, disparando, las escaleras de mármol de un venerable edificio constitucional, partidos políticos diezmados, cacerías humanas sin término. Los gobernantes en turno, encorbatados y serenos, han venido ofreciendo, desde entonces, paz, empleo, prosperidad y justicia. La violencia política en Colombia y en América Latina ha sido objeto de ensayos, novelas, obras de teatro, canciones, exposiciones, coloquios y ciclos de conferencias, y se ha exagerado o minimizado a conveniencia las posibilidades de los grupos guerrilleros.
Algunas cosas han cambiado, sobre todo en el discurso. Hace un par de décadas los combatientes buscaban construir, armas en mano, un orden social nuevo. Hoy tal vez suene demasiado ambicioso y audaz resistir el latrocinio como forma de gobierno y el traslado de todo lo público –incluida el agua– a lo privado. Los gobernantes, a su vez, han cambiado la caracterización de los subversivos. Ya no son agentes al servicio de Moscú, sino narcotraficantes y terroristas. Ya no pretenden imponer el comunismo ateo sino lucrar con el dinero de la droga y de los secuestros. Desde la lógica dominante, todos son empresarios, aunque algunos sean menos legales que otros. De paso, se disimula el fondo real del problema.
Lo que no cambia es la violencia y sus efectos en la gente. Sigue habiendo bajas de personas no involucradas –la mayoría–, desamparo total ante el fuego cruzado, exposición a la brutalidad en todas sus formas y desplazados, sólo que ahora más numerosos, porque las poblaciones han crecido y las antiguas selvas vírgenes se han ido colonizando.
Pasaron de moda los golpes de Estado, los pronunciamientos y los tanques que escalaban con sus orugas las escaleras del Congreso. Los comicios se llevan a cabo religiosamente en las fechas indicadas, las ceremonias cívicas tienen lugar a troche y moche en el momento preciso del calendario y la letra de la ley, especialmente la chiquita, se ejecuta con determinación para que nadie diga que aquí (o allá, o acullá) no hay democracia.
Marulanda está muerto, pero permanece la violencia política en Colombia y en otras porciones nacionales de este hemisferio. En lo sucesivo, es de dudar que algún otro dirigente guerrillero viva tantos años, y acaso los niños de hoy no alcancen a aprenderse sus nombres. Fue un hombre empecinado, dirán algunos, al recordar los casi cincuenta años que anduvo en los balazos. Otros pensaremos que los gobernantes han sido un tanto indolentes y descuidados y que medio siglo habría debido ser un lapso suficiente para que se les ocurriera algún remedio efectivo contra la violencia. Pero, en lo básico, las propuestas de ahora siguen siendo las mismas que se aplicaban en los tiempos de la carrera espacial y de los Beatles: matar, encarcelar, secuestrar, torturar, arrasar la tierra, sacar al pez del agua. Marulanda se ha muerto de viejo, al parecer, y es improbable que su caso se repita. Pero en el fondo, y eso lo sabe todo mundo, las cosas no han cambiado, y así no vamos a llegar a nada.