Mar de Historias
Ruinas
Del polvo al polvo
En aquellos rumbos las tolvaneras no están determinadas por el calendario. Cualquier día, sin importar el mes ni la hora, la tierra salitrosa se alborota al primer soplo de viento. Girando, como en un acto de prestidigitación, los remolinos lo borran todo, desde las casas con techos de lámina hasta las ruinas de la hacienda; confunden las voces y los ladridos; elevan los papeles que en el aire simulan parvadas silenciosas llenas de signos, letras, números.
De las antiguas arboledas que embellecieron la hacienda resta sólo un altivo pirú retorcido. En su tronco sarmentoso no hay brotes que garanticen su futuro ni iniciales que acompañen su soledad. A su sombra, entre los muros que hablan de un esplendor remoto y ya irrecuperable, nacen breñales. Son el refugio de los drogadictos, los malhechores y los amantes.
Para los niños ese terreno erizado de basura, ramas secas y varas espinosas representa un pasaje peligroso, un terreno prohibido, pero también el escenario en donde protagonizan sus aventuras y sueños de grandeza: convertirse en estrellas de la televisión y en héroes del deporte.
Al paso incontenible de las tolvaneras se borra hasta la diferencia entre los delirios y los sueños, las estaciones y los meses. Lo único que continúa intocado es el cielo: cada mañana parece más azul y cada noche más lejano.
Restas
Sumadas, las edades de esos cinco niños no alcanzan cuarenta años.
Sumados, los sabores que conocen sólo registran lo picante, lo amargo y lo salado.
Sumados, sus juguetes no llenan el botadero en una tienda departamental.
Sumadas, sus ropas no integran un ajuar completo.
Sumadas, las palabras con que hilan sus conversaciones alcanzan cuarenta y dos líneas del diccionario.
Sumadas, las horas que han escuchado las lecciones de sus maestros arrojan menos de las que tiene un año.
Sumadas, las páginas que han leído dan para imprimir un cuadernillo.
Sumados, sus periodos de verdadera infancia arrojan treinta meses.
Sumados, sus paseos abarcan los espacios de dos macroplazas, un estadio, una feria.
Sumado, el tiempo que se han sometido a un interrogatorio médico llega a tres horas.
Sumados, los viajes que han emprendido representan un kilometraje mínimo.
Sumado, todo el silencio que los rodea es una noche inmensa.
Sumadas, las preguntas para las que aún no obtienen respuestas llenan enciclopedias.
Sumadas, las horas que han estado frente al televisor equivalen a una eternidad.
Sumadas, sus experiencias abarcan cuanto hay entre el nacimiento y la muerte, pasando por el gravoso deber de ir abriéndole un mañana al futuro.
Sumadas otra vez, las edades de esos cinco niños dan como resultado muchos siglos.
Coronación
Nadie sabe cuántos años tiene ese muchacho al que le han quitado el nombre para llamarlo simplemente “Él”. Para identificarse tampoco requiere de apellidos. Basta con su estatura descomunal, su sonrisa perpetua y la forma en que, sin motivo alguno, oculto entre las ruinas de la antigua hacienda, se pone a gemir o habla en un idioma incomprensible.
Su atuendo también es singular. Cachuchas, restos de sombreros viejos y trapos enredados protegen su melena abundante y estropajosa; ropas desiguales que la caridad ha ido colgándole en el cuerpo, le dan la apariencia de un desdichado muestrario ambulante; zapatos dispares lo obligan a tomar siempre los caminos equivocados.
De todo lo que lleva encima, lo único que “Él” selecciona son las cintas con que se adorna las muñecas. Buscándolas se pasa horas en los basureros. Luego, con paciencia de miniaturista, las entreteje hasta que al fin quedan convertidas en vistosas pulseras. Con ese acto de voluntad y raciocinio se ata a su locura. Nadie la combate, a nadie estremece ni conmueve. Su existencia es parte de la vida, un destino diferente, otra fisura en las ruinas.
Alto rendimiento
El progreso evidente es la escuela. Sus aulas, construidas con dinero y esfuerzo colectivos, están hechas de tabicón y lámina. Eso explica que en verano sean hornos y en invierno frigoríficos. Lo importante es que se levantan en donde antes no había nada.
Los maestros y los padres de familia están complacidos con sus logros aunque saben que aún falta mucho por hacer: astabandera, baños, laboratorio, biblioteca y una barda que proteja la escuela contra las tolvaneras. Por increíble que parezca, son más dañinas que los malvivientes que merodean por el rumbo: provocan desorden en los salones –los niños se distraen mirándolas– y perjuicio para los estudiantes que, en la explanada, asisten a su clase de gimnasia.
Las nubes de polvo les enturbian la visión, les dificultan entender las instrucciones de su maestro –“Brazo derecho arriba, brazo izquierdo abajo”– y disminuyen su resistencia mientras hacen giros y flexiones. Al finalizar la hora de clase el maestro y sus alumnos, todos víctimas de las implacables tolvaneras, parecen un ejército que escapa de un campo de batalla y va hacia otro para recomenzar. “Uno, dos, tres… ¡Con ganas, muchachos! ¿Qué les pasa?”
Metáfora
En cuanto abandona la cama Lucía corre a vestirse con su reglamentaria ropa blanca. Asomada al espejo se encuentra parecido con el Ángel de la Guarda que tuvo durante muchos años sobre la cabecera. Luego se calza las zapatillas que también son blancas y sale a la calle. Un gesto de contrariedad le deforma la cara cuando siente que una pringa de hollín cayó en su blusa. La retira con un movimiento combinado del pulgar y el cordial pero queda una mancha casi invisible.
Corriendo, llega hasta el paradero del microbús. Al abordarlo advierte que sus zapatillas blancas tienen una orla de lodo. Siente asco. La urgencia de quitársela es menos poderosa que la de llegar puntualmente a la fábrica. En la puerta está el jefe de personal vigilando que sus muchachas luzcan impecables porque de eso depende en buena medida el prestigio de la empresa.
Después de marcar su tarjeta Lucía corre al baño y con papel húmedo se limpia las zapatillas. Va hacia su mesa de trabajo y se pone el mandil para protegerse. No han pasado cinco minutos antes de que ella vea que su ropa está salpicada de aceite y grasa. Sabe que hay sustancias poderosas que las disuelven, pero las usa lo menos posible porque luyen los tejidos.
Llega la hora del almuerzo. Lucía abandona su mesa de trabajo y sale con sus compañeras a la calle. Comen en la banqueta desde que el programa de ahorro incluyó la desaparición del comedor y, cuando sea necesario, la de parte del personal.
Sentada contra la pared, lo más lejos posible del arroyo, Lucía come el guisado que siempre lleva en su túper blanco. Un tráiler que pasa sobre un charco la salpica de lodo. Resignada, se limpia las manchas con desgano, contenta de que ya falta menos para volver a casa.
En cuanto llega, corre a mirarse al espejo. Del Ángel de la Guarda con quien se identificó esa mañana no queda nada. Se desviste lentamente. Mira sus ropas sucias con la expresión misericordiosa de quien escucha las confesiones de un pecador.