El Foro
■ Sueños de rock & roll
Ampliar la imagen Fotograma de la cinta de John Sayles
John Sayles es posiblemente uno de los cronistas fílmicos más agudos y perseverantes de la vida política y cultural estadunidense. Desde sus primeras cintas, de fuerte contenido social, La masacre de Matewan (1987) y La ciudad de la esperanza (1991), hasta sus producciones más recientes, Estrella solitaria (1996) y Silver city (2004), una preocupación del realizador y novelista ha sido revitalizar los géneros tradicionales explorando temáticas poco atractivas para la taquilla (la intolerancia, el racismo, las luchas sindicales) con un cine comprometido e independiente que en ocasiones se desentiende de esa pretendida eficacia narrativa que suele ser un subterfugio para diluir el punto de vista personal en la mecánica de un gran espectáculo.
Su afición por el cine europeo, su defensa del cineasta como autor completo, y el ritmo, a menudo pausado, que imprime a sus realizaciones, hacen de Sayles un cineasta fuera de serie en su país natal, capaz de aprovechar su trabajo de guionista de múltiples cintas comerciales para financiar después, cómodamente, películas con voz propia y obsesiones temáticas reconocibles. Un director a medio camino entre el Tommy Lee Jones de Los tres entierros de Melquíades y el Clint Eastwood de Un mundo perfecto y Los imperdonables. Su cinta más reciente, decimosexto largometraje, Sueños de rock and roll (Honeydripper), confirma su originalidad y la eficacia de su estrategia artística.
Situar en 1950 (año de su propio nacimiento) el momento de transición de la música blues a los nuevos ritmos del rocanrol era una propuesta arriesgada y muy azarosa. Y aunque eso es lo que sugiere la publicidad de la cinta y algunas de las declaraciones del propio cineasta, en realidad lo que se explora es una fábula romántica, cuyos ejes temporales son el momento en que coinciden la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y el brío renovado de la música popular en la comunidad negra. En el pequeño pueblo de Harmony, Alabama, un viejo músico ciego comenta, a su manera de profeta vagabundo, el paso de la melancolía del blues al júbilo de los nuevos ritmos.
En un bar venido a menos, el Honeydripper del título original, animado apenas por la vieja cantante negra Bertha Mae (Mabel John), y cuyos parroquianos han desertado en favor del night club vecino, que cuenta con una rockola, el dueño atribulado por las deudas, Tyrone Purvis (Danny Glover), imagina una jugada maestra para recuperar la clientela: hacer venir desde Nueva Orleáns a Guitar Sam, estrella del blues, presentarlo un sábado por la noche y superar momentáneamente la crisis. Cuando los planes se complican y la gran estrella no aparece, surge de modo providencial un joven músico negro, Sonny Blake (Gary Clark Jr.), que con una rudimentaria guitarra eléctrica introduce la mutación cultural que celebra la cinta.
John Sayles contrasta el frenesí que se apodera de la clientela del Honeydripper cuando descubre un fenómeno cercano a lo que representaría Chuck Berry, y el tono crepuscular de aquellos ritmos de blues que en su momento se juzgan rebasados, reflejo de una segregación racial y una resignación doliente cuestionadas ya por las nuevas disidencias y los combates cívicos de las minorías.
Hay una oposición, tal vez un tanto obvia, entre la generación que acepta alejarse del escenario (el músico ciego, la cantante Bertha) y los niños que en la calle improvisan el uso del novedoso instrumento mágico, la guitarra eléctrica. El director no teme, sin embargo, esta simplificación narrativa; su entusiasmo de cronista popular, su notable selección musical y un estupendo manejo de actores confieren a la cinta la dimensión de un relato a la vez mítico y realista, tal vez no el improbable registro del nacimiento del rocanrol, pero sí la captura inteligente de una época y un estado de ánimo colectivo.