Oyendo sombras
Qué torpe entre las piedras. Son escombros. Lo que hay son escombros. A toda la redonda. Bloques de cascajo en los más diversos tamaños, de medio muro desplomado a pedrería que resbala en las pendientes y los agrietamientos del suelo.
Sol hay, bastante. Y nada más. Ningún indicio de agua, así fuera estancada. Ni aire. Bueno, se percibe algo parecido pero lento, apestoso y tan sofocante que no queda sino atribuirlo al sol. O al infierno.
El Polilla se escurre como sabe. Cuida no llamar la atención. ¿La de quién? Precisamente. En un lugar como este, sin gente, quien apareciera lo pondría en alerta. Sería altamente probable que fueran personas peores que él, o más jodidas.
Así que ligeros los pies. La travesía toma rato. Nadie sabe lo que es esto. En los planos y mapas parece un simple agujero en la mancha urbana, una olvidada zona cero.
Los tipos que de uno u otro modo son ilegales (o andan de, como el propio Polilla) poseen un sexto sentido, y uno adicional: el sentido contrario.
En vez de usar calles y transportes para alejarse de ese barrio del oriente de cuyo nombre no piensa acordarse, tomó atajo por las ruinas y los escombros del erial llamado El Patio, alguna vez colonia, desalojada luego, hoy refugio de malvivientes, letrina pública, momento urbano de lo que pueden provocar la naturaleza, la policía y el tiempo.
Borracho no viene, pero sí se viene tropezando y golpeando las rodillas a lo güey. Tiene miedo. No quiere reconocerlo pero.
No divisa a nadie tras él, pero lo siguen. Sabe que no está loco. Que no delira. Pero si orita necesitara probarlo ante algún médico o magistrado, no podría. ¿Existen motivos para perseguirlo? Ya no debe. No carga nada.
Bueno, eso quiere creer. Uno siempre debe. Y todos cargan algo, cuando menos un pasado que no hay manera de embodegar o mandar por mensajería o en una siesta de contenedores, buques y trenes de carga.
Tiene hambre. Tiene sed. Tiene prisa. En cuando alcance el extremo sur de El Patio y reingrese a la ciudad poblada, se agenciará su taco, su chesco, una sombrita.
Algunas casas de El Patio quedaron medio en pie. Sirven de refugio, picadero o cogedero. Aunque ya menos, desde que las parejas se volvieron blanco primordial para los asaltos “con pilón”. Imagínate los amantes allí, sin pantalones ni calzones, y que les caen unos guarros con navajas o fierros, chance y chemos. Van pa’tras. Las mujeres primero.
El Patio está bien quemado. Hasta huele. Los tiras no se atreven a entrar, ni para levantar los cadáveres que luego aparecen. Nunca averiguan quienes son (eran), ni quién pudo hacerlo. O si averiguan, no dicen. El Polilla sabría, y no sabe. Ni quiere saber.
La sensación es rara: tantas rocas, basura inorgánica, caca deshidratada. Materias primas de la arqueología futura. Y nada de vegetación, salvo algún hierbajo chirle y envilecido. Como si hubieran caído bombas. Bagdad en la azotea. Sólo que aquí no hubo guerra.
El Polilla les pone esprint a sus tenis de piedra en piedra, como si estuviera en un acantilado o en las faldas del Paricutín. El suelo quema. Suenan voces. Gritan. Cerca. De suerte topa una cisterna vacía y salta. En el fondo encuentra cartones y fogatas muertas. Las voces se aproximan. Llegan al borde. Distingue tres sombras, proyectadas en la pared frente a donde él se clavó. Oye a las siluetas.
–¿Seguro lo viste?
–Me pareció, pues.
–Ahora te pareció. ¿No dijiste que sí?
–Sí. Bueno, creo que sí.
El Polilla ve a una sombra golpear el vientre de la otra, la cual cae de rodillas y pide perdón. A manera de perdón, la primera sombra le asesta un rodillazo en la cara al prosternado. La tercera sombra permanece inmóvil. Se escucha la alharaca de un celular. La primera sombra contesta la llamada.
–Acá estamos. No. Este idiota ahora resulta que no está seguro. Por lo visto, quién sabe. Es inútil. Allá vamos, jefe.
Un minuto después no hay voces ni sombras. El Polilla espera otro buen rato. Sigue con hambre y sed, pero ya sin prisa. ¿Para qué lado jalaron los perseguidores? Le pareció que regresaban al oriente. Cuando al fin sale y reanuda su travesía accidentada, coge la dirección opuesta a las sombras, para ahorrarse sustos.