La expropiación de la industria petrolera
En la entrega pasada (La Jornada 28-abril-2008) se hace mención de las circunstancias en que fue relecto el presidente Franklin D. Roosevelt, en Estados Unidos, quien en la séptima Conferencia Panamericana en Montevideo, Uruguay, en 1933, había anunciado la adopción de la política del Buen Vecino, y de cómo en la Conferencia de Buenos Aires, tres años después, se hizo notar que buscaba reforzar la unidad interamericana ante la posibilidad de que la guerra se generalizara y que Estados Unidos se viera obligado a participar en ella de una manera directa, en favor de los Aliados.
En estas condiciones, había llegado a la primera magistratura de México un hombre intransigentemente patriota y con un extraordinario cariño y comprensión para el pueblo, que habiendo pagado con su sangre y la de sus hijos el precio para obtener, ya no digamos reformas sociales avanzadas, sino el libre ejercicio y el disfrute de los más elementales derechos humanos, no había obtenido en realidad todavía ni la tierra por la que Zapata dio su vida, ni la protección de los obreros que los constituyentes de 1917 consignaron en una carta fundamental, que podía ser el orgullo de cualquier nación civilizada del mundo. Por otra parte, el general Cárdenas había sido jefe militar en las zonas petroleras de Veracruz y del istmo, y más de una vez tuvo que intervenir en defensa de las vidas de los habitantes del lugar, amenazados por las guardias blancas de las compañías petroleras, donde éstas habían establecido una ínsula, que se regía por la fuerza como único derecho, cosa que en sus países de origen nunca se hubieran atrevido a intentar hacerlo, pues es de sobra sabido que los pueblos inglés y estadunidense son amantes del orden y del respeto de la ley.
A propósito del Plan Sexenal que el presidente Cárdenas había adoptado para su gobierno dice Merrill Rippy: “la subordinación al Plan Sexenal era un esfuerzo encaminado a mejorar económicamente la posición semicolonial del país y a proteger sus recursos contra la explotación indebida”. Ésta es la opinión imparcial y objetiva de un ciudadano estadunidense becado por la Universidad de Texas para llevar a cabo estudios en nuestro país, del cual resultó su importante análisis, que ya mencionamos antes, sobre el petróleo mexicano, en el cual nos revela también, entre otros datos muy interesantes, que en 1918 se exportó 81 por ciento de la producción de petróleo, y en 1922 el 99 por ciento. En el periodo de 1914 a 1922 la producción aumentó siete veces, pero el petróleo exportado fue 10 veces mayor. Es decir, que, como se afirmó antes, la industria estaba planeada para abastecer a otros países y no las necesidades del nuestro, imposibilitando de esta manera la creación y el impulso de la industria nacional.
En 1936, el Sindicato de Obreros Petroleros, de reciente creación, presentó una demanda de aumento de salarios y prestaciones a las empresas, misma que, no obstante la intervención del gobierno y la del Presidente de la República en persona, no pudo resolverse debido a diferentes factores que hicieron cada vez más lejana la posibilidad de una transacción. Los obreros reclamaban aproximadamente 70 millones de pesos, y las compañías ofrecían un máximo de 14 millones.
En esas circunstancias el problema se planteó ante la junta de Conciliación y Arbitraje como “conflicto de orden económico”, término que legalmente se usa para señalar el caso en que las empresas declaran incapacidad económica para pagar el monto de las reclamaciones de los obreros. De acuerdo con la ley, se designaron tres peritos para presentar a la junta en un plazo de 30 días un informe del estado financiero de las empresas y un dictamen con su proposición para la solución del conflicto.
Los peritos designados fueron: don Efraín Buenrostro, subsecretario de Hacienda y Crédito Público; el ingeniero Mariano Moctezuma, secretario de la Economía Nacional, y don Jesús Silva Herzog, consejero de la Secretaría de Hacienda, personas todas de indiscutible solvencia moral. Éstos formaron un equipo de treinta o cuarenta técnicos y contadores que se abocaron al estudio del caso.
El dictamen final fue favorable en su mayor parte a las demandas de los obreros y finalmente, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje falló en favor de éstos, condenando a las compañías a pagar 26 millones de pesos. Cifra mucho menor que la que exigían los trabajadores, pero un poco mayor de la que las empresas ofrecían, ajustándose así al punto 40 del dictamen pericial mencionado, que dice: “las compañías petroleras demandadas han obtenido en los tres últimos años (1934-1936) utilidades muy considerables: su situación financiera debe calificarse de extraordinariamente bonancible y, en consecuencia, puede asegurarse, que, sin perjuicio alguno para su situación presente ni futura tampoco, por lo menos durante los próximo años, están perfectamente capacitadas para acceder a las demandas del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana hasta por una suma anual de alrededor de 26 millones de pesos”.
Las compañías se negaban a acatar el laudo y protestaron, argumentando que los peritos habían cometido muchos errores en su estudio, e hicieron llegar su protesta ante el propio presidente Cárdenas, quien las llamó a su despacho para oír directamente sus quejas el 2 de septiembre de 1937. En esa reunión hubo un incidente curioso: el gerente de la compañía El Águila rechazó enérgicamente la opinión de los peritos de que era una subsidiaria de la Royal Duch/Shell, y de que estaba vendiendo a precios más bajos que los del mercado a El Águila de Canadá. El señor Silva Herzog, como única respuesta, leyó un periódico financiero londinense que decía: “informe anual de la asamblea de accionistas de Royal Duch/Shell: nuestra subsidiaria la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila ha realizado durante el año que se comenta buenas utilidades en México, pero hemos resuelto organizar en Canadá la Compañía El Águila que, siendo canadiense, se evitarían las dificultades y las molestias derivadas del pago de múltiples y elevados impuestos. Los accionistas no tendrán pérdida alguna, pues las acciones de 10 pesos las vamos a dividir en acciones de cuatro pesos las de El Águila de México y seis pesos las de Canadá”.
Habiendo fracasado en todas sus gestiones, las empresas se acogieron al recurso legal del amparo, apelando ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La Corte no las amparó y ratificó el laudo de la junta, y las empresas, por su parte, se negaron a acatar la decisión del tribunal más alto de la nación.