Editorial
Líbano, de nuevo en llamas
Desde mediados de la semana pasada, el territorio libanés, incluida la parte occidental de Beirut, se vio envuelto por violentos combates entre grupos sunitas, chiítas y drusos, a consecuencia de la exigencia del primer ministro Fuad Siniora, sunita, de despedir a los mandos militares que simpatizan con la organización político militar chiíta Hezbollah –a la que acusó de intentar “cambiar el equilibrio de poder nacional, regional e internacional”–, y de desmantelar la red de telecomunicaciones de ese grupo, que ha sido el principal baluarte contra las incursiones militares israelíes en el pasado reciente. Hezbollah, por su parte, señaló que tales medidas implicarían reducir a los chiítas del país a la indefensión ante Tel Aviv. Los drusos, divididos entre el Partido Socialista Progresista (PSP) que dirige Walid Jumblatt, aliado del gobierno, y la facción de Talal Arsalan, partidaria de los chiítas del Partido Demócrata Árabe, se vieron involucrados en los enfrentamientos.
En la volátil situación, no puede descartarse que el conflicto se extienda a las facciones cristianas, también divididas –las que siguen al general Michel Aoun están con Hezbollah, en tanto que las Falanges y las Fuerzas Libanesas están con los sunitas–, las cuales, hasta ahora, permanecen como testigos de los combates, que han dejado cuatro decenas de muertos y más de un centenar de heridos.
El nuevo estallido de violencia sectaria en el país de los cedros ha colocado a la opinión pública internacional ante una suerte de involución a los años 80 del siglo pasado, cuando se desarrollaron los peores episodios de la guerra civil (1975-1990) que asoló a esa nación árabe. Buena parte de las razones del resurgir del conflicto tienen que ver con el estancamiento de las formas de representación política libanesas, las cuales han permanecido ancladas en un modelo que favorecía a los cristianos, quienes, en razón de los fenómenos demográficos de décadas recientes, han dejado de ser la mayoría de la población.
Los barruntos de guerra de días recientes han dejado clara, por otra parte, la persistencia de injerencias extranjeras regionales –sirias e israelíes, principalmente– e internacionales –Europa occidental y Estados Unidos– que, en un entorno tan volátil como el de Medio Oriente y, en particular, el de Líbano, se traducen necesariamente en la reactivación de rencores locales nunca superados.
Por otra parte, las confrontaciones del momento actual en territorio libanés obedecen claramente a la pauta de conflictos interislámicos que ha sido atizada por Estados Unidos en Irak, donde los ocupantes han propiciado una guerra civil entre chiítas y sunitas con el propósito de justificar la permanencia de sus fuerzas militares y, tal vez, como forma de debilitar la resistencia nacional contra los invasores occidentales, que lleva ya un lustro.
De esta forma, los factores locales, los regionales y los internacionales confluyen en Líbano y amenazan con llevar a ese país a un nuevo ciclo de guerras intestinas en el que la población civil volvería a ser la gran perdedora, en tanto las potencias occidentales, las empresas fabricantes de armamentos y los nunca desvanecidos afanes expansionistas de Israel hacia el norte resultarían favorecidos.
Las circunstancias que se desarrollan en el país de los cedros en la hora actual ilustran, por último, los inconvenientes de procesos de paz que no desembocan en la solución de los problemas políticos y sociales profundos, generadores de confrontaciones violentas. En el caso de Líbano, la problemática que llevó a la guerra civil del siglo pasado sigue, básicamente, intacta.