■ La compañía Butoh 0.618 montó Huesos rotos en el Teatro de la Ciudad
Sueño, suspiro y paz para transitar de la belleza al dolor
■ El autor de la coreografía propone una reflexión sobre los riesgos físicos en el arte escénico
■ Cinco bailarines compartieron la fuerza del movimiento en el camino hacia la luz
Ampliar la imagen Escena de la obra de Jaime Razzo, escenificada la noche del jueves en el Teatro de la Ciudad Foto: Carlos Cisneros
De la belleza al dolor, de la angustia a la asfixia, de la oscuridad a la luz. La destrucción y la paz. Elementos y sensaciones entre los que transita la coreografía Huesos rotos, que fue presentada la noche del jueves en el Teatro de la Ciudad.
De la autoría de Jaime Razzo, e interpretada por la Compañía de Danza Butoh 0.618, fundada y dirigida por el coreógrafo, la obra es una reflexión sobre el dolor del cuerpo humano y los riesgos físicos intrínsecos al arte escénico, en particular la danza.
La función, con entrada de tres cuartos del aforo del recinto, dejó constancia de un trabajo bien preparado en el que cinco bailarines dan cuenta de su conocimiento y buen manejo de los principios de la danza butoh: la fuerza del movimiento en su camino hacia la luz.
Tres mujeres y dos hombres sobre el escenario, con sus cuerpos prácticamente desnudos, a excepción de un minúsculo calzoncillo blanco y cubiertos, en toda su anatomía, por un fino polvo blanco.
Ellos a rape, ellas con las cabelleras cortas y teñidas de color claro. Sus respectivas espaldas eran abarcadas por una ancha línea roja, una especie de prótesis que emula la columna vertebral. Seres entre fantasmagóricos y oníricos, irreales.
Imágenes estatuarias
Irrumpe la música, más bien frecuencias electrónicas graves que emulan de manera cíclica el latir del corazón y luego el bip de un marcapasos; sonidos hipnóticos, fascinantes.
Y comienzan los bailarines sus evoluciones. Sus músculos yacen en extremo rígidos, tensos; son los suyos movimientos apenas perceptibles, imágenes estatuarias.
El escenario se halla en penumbras. El juego de luces a lo largo de 50 minutos es magistral.
Las gesticulaciones reflejan dolor, los cuerpos se contorsionan, pausadamente, como si fueran hechos de cera y estuvieran expuestos al fuego o al calor.
Imagen que lo mismo ocurre cuando cada uno de los bailarines hace sus evoluciones de manera individual que cuando se agrupan y construyen una especie de organismo colectivo efímero.
Aunque son los menos, ciertos momentos de la obra parecieran más bien una lectura del butoh a partir de la danza contemporánea, debido a los movimientos vertiginosos, libres y hasta acrobáticos de los ejecutantes.
Tres son, en especial, las postales mejor logradas de la coreografía: la primera, cuando de la parte superior del escenario descienden los bailarines, especie de marcos para que en cuyo interior realicen una serie de rutinas.
La segunda ocurre de forma inmediata y consiste en una repentina aparición de los cinco bailarines al emerger de la oscuridad y situarse enfrente de una enorme pantalla iluminada con luz roja, dando como resultado una danza de sombras, con volumen y tres dimensiones.
Y la última, al final de la obra, con los intérpretes ubicados a mitad del escenario, en penumbra, a excepción de los cinco puntos donde están, iluminados con luz tenue sobre la que desciende un humo o fino polvo blanco. Un sueño, un suspiro, paz.