Número 142 | Jueves 8 de mayo de 2008
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Director: Alejandro Brito Lemus
NotieSe


El aborto y la hipocresía de la ley

Gustavo Ortiz Millán

Muchos pensamos que la ley que penaliza el aborto es ineficaz e inmoral porque: (1) los abortos se practican con o sin ley; (2) es una ley que tiene más consecuencias negativas que positivas, dado que, entre otras cosas, orilla a muchas mujeres a arriesgar su salud y provoca la muerte de muchas de ellas en abortos clandestinos; (3) porque violenta los derechos a la privacidad, autonomía, dignidad e igualdad de las mujeres; y (4) porque no reduce el número de abortos ni tiene ningún efecto disuasorio. Ante esta afirmación, es común que quienes están a favor de la ley respondan diciendo que no castigar el aborto porque éste se sigue practicando es tanto como no prohibir el homicidio porque sigue habiendo asesinatos. La interrupción del embarazo en cualquier momento, nos dicen, constituye el asesinato de un ser humano inocente; el aborto es equiparable al homicidio, afirman, y por eso la ley que lo penaliza debe mantenerse. De su razonamiento se sigue que las mujeres que abortan deben ser consideradas como criminales, deben ser aprehendidas, condenadas y encarceladas. Pero, ¿qué tan exacta es la equiparación del aborto con el homicidio? Quiero examinar aquí este supuesto paralelismo.

Hay muchas diferencias entre el aborto y el homicidio. Un homicidio constituye la acción de causar la muerte a una persona, de privar de la vida a un ser humano por la acción de otro. Es un delito tipificado que se persigue de oficio y que se suele denunciar. En nuestra legislación el aborto es ilegal (salvo en casos de violación o en otros casos que varían dependiendo de la legislación de cada estado del país) y por lo tanto está tipificado como delito dentro del Código Penal. Sin embargo, lo que está en cuestión es si efectivamente se está causando la muerte de una persona. La diferencia más importante entre el aborto y el homicidio es que es debatible que con el aborto se esté causando la muerte de una persona y que deba ser visto como un delito por la ley.

Ése es tal vez el punto central en la discusión sobre la moralidad del aborto: si éste constituye el asesinato de un ser cuya vida es seriamente malo terminar, es decir, un ser humano o una persona. ¿Qué es lo que hace que podamos decir de alguien o algo que es un ser humano o una persona? Hay quienes sostienen que la pertenencia a la especie Homo sapiens o tener el código genético de dicha especie bastan. Pero esto no es suficiente para fundamentar ningún juicio moral. Si ser humano significa ser miembro de una determinada especie o tener cierta información genética, entonces todavía quedaría por explicar por qué este mero hecho tiene alguna significación moral. Pertenecer a una especie o tener un código genético determinado, en sí mismos, no tienen valor moral desde ningún punto de vista, pues es un mero hecho biológico que todos los seres vivos compartimos. Así, si partimos de esa perspectiva no es claro por qué matar a un miembro de esa especie, incluso si es la nuestra, es moralmente incorrecto.

Cuando la PGR y la CNDH afirman que el embrión es un ser vivo genéticamente distinto a la madre y que por eso ésta no puede disponer de su vida, están cometiendo el error de atribuir valor moral sobre la base de la mera información genética, pero no nos están diciendo por qué tener esa información genética distinta a la de la madre sea algo que le dé valor moral a la vida de un embrión.

En realidad podemos afirmar que una persona es una clase especial de entidad a la que le podemos atribuir predicados psicológicos o mentales, por mínimos que éstos sean, como la capacidad de sentir dolor o placer; aunque en general en nuestras vidas cotidianas tenemos un concepto de persona que incluye capacidades que implican ciertos grados de racionalidad, interacción con otros miembros de la comunidad de personas y capacidad de llevar a cabo acciones intencionales. Lo que hace que demos un valor especialmente importante a un ser humano es precisamente que le podemos atribuir toda una gama de predicados psicológicos. Esto sólo aparece después de las doce semanas de gestación —que es el plazo que ha marcado la Asamblea Legislativa del DF como límite para interrumpir el embarazo—. Antes de ese tiempo no se ha desarrollado la corteza cerebral ni las conexiones neurofisiológicas indispensables para que podamos atribuir sensaciones y conciencia al embrión. Es por eso, entonces, que podemos decir que el embrión, antes de las doce semanas, no es ni una persona ni un ser humano y, por lo mismo, que la interrupción del embarazo antes de ese tiempo no debe considerarse como un asesinato. Si el embrión no es una persona, entonces no debe verse como portador de ningún derecho, como el derecho a la vida. Al interrumpir el embarazo no se está violando el derecho a la vida de nadie, como sí sucede en el caso del homicidio. Ésta es la principal diferencia entre aborto y homicidio, y lo que da base a que el aborto no deba verse como un crimen.

Pero ésa no es la única diferencia entre el aborto y el homicidio. Hay una clara diferencia en términos de la perspectiva pública de estos dos fenómenos: en el caso del homicidio, todos coincidimos en que es claramente un delito que el Estado debe castigar aplicando la ley; en el del aborto, diríamos que la sociedad, en general, no quiere que se aplique la ley ni que se castigue a quienes abortan. Esto lo corrobora el hecho de que, a diferencia del homicidio, la gente casi no denuncia casos de aborto, a pesar de que muchos saben de ellos: no hay voluntad social para perseguir a mujeres que abortan.
Esta falta de voluntad social la confirman datos recientes dados a conocer a partir de la polémica que originaron las reformas al Código Penal del Distrito Federal que promovió la ALDF en abril de 2007. El ministro instructor de los recursos de inconstitucionalidad presentados por la PGR y la CNDH ante la Suprema Corte en mayo de 2007 solicitó informes sobre el delito de aborto a partir de 1992 a las procuradurías generales de justicia, tribunales superiores de justicia, tribunales colegiados de circuito especializados en materia penal y mixta, tribunales unitarios de circuito y juzgados de distrito en materia penal y mixtos. Según esta información, de 1992 a finales de septiembre de 2007, en el DF se reportaron 1836 denuncias por aborto y 36 consignaciones. Es decir, en un periodo de quince años, hubo, en promedio, 122.4 denuncias y 2.4 consignaciones por año (de esta última cifra, alrededor de una tercera parte terminaron en sentencias condenatorias, pero ninguna en encarcelamiento). Si, tomando sólo un año, en 2001 se registraron 24,428 abortos en hospitales públicos y privados del DF (a los que habría que añadir los abortos no registrados, para los que no hay datos), el porcentaje de consignaciones fue del 0.009 por ciento, y el de sentencias condenatorias de 0.003 por ciento. Cabe mencionar que las sentencias condenatorias no son equivalentes a encarcelamientos, dado que en ocasiones las denuncias las hacen las mismas mujeres en contra del cónyuge, por haberles provocado la interrupción del embarazo; y en algunos casos las penas se conmutan por multas. En quince años no se ha encarcelado a nadie por aborto. Como algunos han dicho, el aborto como un acto penado es letra muerta.

Emilio Álvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, ha afirmado que: “Casi nadie denuncia a una mujer que aborta porque todos sabemos el dolor y el sufrimiento por el que pasa. Me parece que hay que ubicar el tema en que la mujer es una víctima”. Efectivamente, al enterarnos de que alguna mujer ha abortado, pensamos en lo mal que debió haberlo pasado, pero no en que esa mujer es una criminal que debe denunciarse y ser llevada a la cárcel. En general, tampoco pensamos en que el embrión ha sido la víctima de un homicidio, sino en que la víctima ha sido la mujer: ella ha sido víctima de la ley.

En su mayoría, quienes realizan las denuncias suelen ser médicos movidos por el objetivo de no verse involucrados con ministerios públicos y librarse de cualquier responsabilidad. En todos los casos en que hubo consignaciones, como dice Luis de la Barreda, “no se hallará en México un solo caso en que una mujer que no sea pobre haya sido procesada... no existe otra figura delictiva de aplicación tan clasista como la del aborto procurado y del consentimiento de aborto”. Las mujeres con recursos económicos suficientes recurren a clínicas privadas, en las que no hay ningún riesgo de enfrentar una denuncia. Esto muestra que la ley que criminaliza el aborto es una ley injusta y discriminatoria.

Estas cifras nos revelan que la ley que penaliza el aborto es una ley ineficaz que en realidad casi no se aplica, no hay voluntad social para aplicarla y, por lo demás, tampoco puede aplicarse.

Aplicar la ley conllevaría meter a la cárcel a por lo menos 102 mil mujeres cada año, que es el número de abortos que el Consejo Nacional de Población estima que se realizan en México anualmente (aunque algunas ONG calculan que el número puede ser de más de medio millón, pero no hay modo de saber esto con certeza, dado que se trata de una práctica clandestina). También conllevaría encarcelar a un número muy grande de médicos, comadronas y enfermeras que participan en esas operaciones. La sociedad no lo quiere y resulta virtualmente imposible encarcelar a toda esta gente: el sistema penitenciario resultaría insuficiente para hacerlo y al mismo tiempo para ocuparse de encarcelar a auténticos criminales. Si tan sólo se metiera a la cárcel, por decir algo, a una cuarta parte de esa gente, en menos de un año se habría sobrepasado la capacidad del sistema penitenciario en México, cuya capacidad total es de 163 867 internos, que ya desde hace tiempo ha sido rebasada. A nivel local, de haber sido encarceladas las mujeres que abortaron entre 2005 y 2007, 2920 mujeres habrían terminado en los reclusorios femeniles del DF, con capacidad para 1608 internas. Como sociedad, no podemos ni queremos recluir a toda la gente que podría sancionarse por el delito de aborto. ¿Por qué ejercer los recursos públicos y utilizar a las fuerzas encargadas de la seguridad en algo así si los necesitamos para asuntos de seguridad pública importantes?

Hay una cuestión más significativa aún: ¿por qué criminalizar el aborto entonces si no hay intención ni capacidad de verdaderamente ejercer la ley y de llevar a toda la gente que se podría sancionar a la cárcel? Quienes defienden la penalización sabiendo que no se va a ejercer la ley, ni se van a ejercer recursos públicos para perseguir a toda esta gente y que, por lo demás, la ley no tiene ningún efecto en la reducción del número de abortos, simplemente se hacen cómplices del sistema de simulación e hipocresía que está detrás de esta ley.

Es bueno que la ALDF haya reformado el Código Penal de modo que reconozca que la interrupción del embarazo antes de las doce semanas no debe considerarse como un homicidio y no debe penalizarse. Las reformas de la ALDF reconocen la ineficacia de la penalización, pero también reconocen el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo, eliminan un elemento de discriminación en la ley y ayudan a que la sociedad mexicana se quite esa “careta de buena conciencia”, como la ha llamado De la Barreda. Sería bueno que la Suprema Corte de Justicia ayudara, declarando la constitucionalidad de las reformas de la ALDF, a que la sociedad mexicana se quitara esa máscara de simulación e hipocresía que es la ley que penaliza el aborto: una ley para cuya aplicación no existe voluntad social, que el Estado prácticamente no aplica, y que tampoco puede aplicarse, pero que sí ha tenido el efecto de vulnerar los derechos de mujeres en una situación ya de por sí desfavorable, como es la pobreza; de hacerles más difícil la interrupción del embarazo poniendo en riesgo su salud en abortos clandestinos e inseguros y, en muchos casos, hasta su vida; porque en México han muerto miles de mujeres debido a estas leyes hipócritas. Todo esto sí es un crimen.

Gustavo Ortiz Millán, doctor en filosofía por la Universidad de Columbia, es investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM.


Jorge Carpizo, “La interrupción del embarazo antes de las doce semanas”, en J. Carpizo y D. Valadés, Derechos humanos, aborto y eutanasia, UNAM, México, 2008, p. 79; cfr. Ana Cortés, Persecución legal del aborto en la Ciudad de México: un atentado al derecho a decidir, GIRE, México, 2006; y Claudia Bolaños, “La legislación muerta del aborto”, El Universal, 13 de abril de 2008.