Número 142 | Jueves 8 de mayo de 2008 |
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El tal Monsiváis Debo escribir sobre un gigante y yo aquí disminuido, chiquito, arrimadito al calor de los ojos de una viejecilla que no conozco. Desde muy lejos su voz me dice ponga su mano así y su pierna acá y ahora de vuelta despacito. Entonces reparo en una silla desconchiflada, un trapo percudido; una cama donde yace una mujer gorda, parapléjica; unos niños que arman tanto barullo que no deja que doña Esperanza, señora cabal de mi cuerpo, se concentre en su tarea de sacarme los demonios. -¿Pues qué traes, muchacho? –me pregunta la viejita cuando una lágrima se me escapa al calor de sus manos. -Y quién es el tal Esponsiváis. Y la viejecilla entiende que con mis músculos, tendones y nervios consumidos por el virus yo estoy fascinado con el lobo del cuento; que no tengo remedio. La pobre lucha con sus menguadas energías pero mis diablos no ceden. A doña Esperanza apenas la oigo, murmura detrás de los rugidos de la telenovela que mira su hija tullida. La vieja acaricia, mima, reza para asilenciar mis afligidas canillas. Y yo sigo emperrado: el tal Monsiváis es el chamuco para los que cursamos catecismo y nos dijeron que fornicar significa besar de lengüita, es un esguince espiritual que provoca espasmos, un héroe nacional sin capilla y sin día de asueto, un milagro guadalupano. Es una enfermedad que provoca en sus víctimas un tormento gozoso. Monsiváis, señora, es el chisguete de sangre sana que todavía navega en mis venas. También es una piedra en el zapato que ya quisieran muchos para un domingo en la tardecita. Un dulce que arde y amarga. Un luchador en el ring de mis entrañas. Doña Esperanza llega a mi vientre y dice aquí hay algo raro. Ya le dije, seño, que eso es el tal Monsiváis. Es un cuete que me truena en los entresijos cada quince de septiembre. Es una estampa escolar que da pánico pegar en tu libreta de tareas. Es una mano que produce toques. Es un palabreador que siempre llega a las últimas consecuencias del caos que es esta realidad. Es el loco que nos salva de la locura. Es el salvador de las locas como yo. -¿Qué mal tan duro traes que me estás dando tanto trabajo, hombre? –exclama ella pulsando mis costillas, recogiendo mi alma desparramada. |