Siberia
Después de quince años de espera, el sólido grupo El Milagro –cuyo Consejo directivo está conformado por Daniel Giménez Cacho, Pablo Moya Rossi, David Olguín y Gabriel Pascal– logró estrenar el teatro del mismo nombre situado en la calle de Milán, lo que debe llenar de regocijo al gremio y al público porque, además de un nuevo espacio teatral en nuestra ciudad, se sabe que se hará un teatro comprometido y de excelencia, con un elenco estable de dos actores y dos actrices a los que se irán sumando, me imagino, otros invitados según las propuestas lo vayan requiriendo. Inicia con Siberia de David Olguín que obtuvo en España el X Premio Internacional de Teatro de Autor Domingo Pérez Minik. Es bien conocido que Olguín es de los pocos autores de altos vuelos con que contamos, que explora en cada propuesta suya las posibilidades de la dramaturgia, lo que se confirma en esta obra que tiene varias posibles interpretaciones (y que espero conocer en lectura para colarme más en sus entresijos) en una de esas metáforas sobre la condición humana que lo vuelve universal sin dejar de ser mexicano.
Se trata de un texto difícil que ya nos da la pauta de ese teatro sin concesiones que habrá de hacer este grupo de auténticos artistas que corren los riesgos que todo arte verdadero implica. Aunque transcurre en la ciudad de México, esa peligrosa ciudad de la que aquí se dice que está sin ley –y si extendemos la impunidad podríamos abarcar los diferentes niveles del territorio nacional–, en franca alusión a Dostoievski se habla de la estepa siberiana como la fría soledad que sufren los culpables y la alusión a los millones de corderos sacrificados nos remite al Holocausto, el mal sin fronteras, en este texto que nos habla del bien y del mal. El demonio interior que presenta como Paco, porque de ser Pepe sería el grillito conciencia de Pinocho, incita a cometer el crimen, y todos lo llevamos adentro aunque también podemos optar, como ese ser dual que es lo mismo el asesino que el ebrio melancólico y que muestra las posibilidades del ser humano. El demonio interior es también un judicial en el interrogatorio a que se somete a los dos personajes masculinos y a la supuesta víctima, que dan versiones diferentes y todas falsas y es el mesero que en el table dance lee en cubos de hielo la suerte al ebrio melancólico en onírico transformismo de esta historia que es un onírico viaje interior.
La escenografía de Gabriel Pascal consiste en una serie de telones –uno entreabierto que muestra la cabeza del ebrio en la primera escena– con pasajes nevados y el anuncio de un vodka, roto por la irrupción del demonio interior, y que al levantarse muestran el table dance con el ebrio, y luego su sosias el asesino, en donde baila –en coreografía de Rafael Rosales– la prostituta que puede o no ser la víctima. Con vestuario de Edyta Rzewska y el diseño sonoro de Rodrigo Espinosa, el autor dirige a esos personajes casi siempre estáticos a excepción del baile en el tubo y el demonio interior que se desplaza por todo el escenario y la escena de violencia del asesino y la prostituta, en deliberado contraste según sea cada personaje. El estatismo también se rompe en la escena de la estepa siberiana en el que los dos personajes que pueden ser uno solo se encuentran en su culpa y cavan con palas sin mácula un preciso hoyo rectangular. El excelente elenco estable interpreta a sus personajes con inteligencia y sensibilidad y también con muy buena expresión corporal, esto último sobre todo corresponde a las dos actrices. Laura Almela encarna a sus tres personajes que son el mismo demonio interior con la capacidad actoral que se le conoce y que la han convertido en una de las actrices más importantes de su generación. No le va a la zaga Mariana Giménez como la insinuante prostituta ávida de compañía y amor. Juan Carlos Vives es el ebrio melancólico con una culpa secreta que lo avienta a la soledad y Rodrigo Espinosa –al que recuerdo de Belice– no desdice de sus compañeros como el asesino sin motivo y el ebrio capaz de gran violencia, el alter ego del melancólico.