Vieja y lamentable historia
La última, desesperada oportunidad para evitar la ruptura dependía de un gesto personal. Era, pues, un acto de racionalidad y desprendimiento individual que no se dio: ni Alejandro Encinas ni Jesús Ortega estuvieron dispuestos (o no podían o no los dejaban) a dar el paso atrás que la situación reclamaba y dejaron correr las cosas hasta el punto de no retorno en que ahora se encuentran: la fractura del Partido de la Revolución Democrática ha dejado de ser una posibilidad para convertirse en un hecho, uno más de esta carrera hacia ninguna parte que dejará en el camino un nuevo rastro de desilusión e ira mal contenida. La izquierda partidista ha pasado así en muy poco tiempo de la disputa por el poder del Estado a la lucha interna por el control de los órganos de dirección y el usufructo de las prerrogativas que la ley les concede. Lejos de crecer, su influencia en la sociedad se retrae, junto con su credibilidad, y es de temerse que el caudal de votos siga cuesta abajo en el futuro inmediato.
De no mediar un entendimiento de última hora, pese al llamado pragmatismo de las corrientes (que no es más que su adaptabilidad para no perderlo todo), es difícil visualizar un congreso de refundación que no sea al mismo tiempo el de la disolución del partido “que nació el 6 de julio” de 1988.
Los dirigentes formales del partido no dirigen a nadie, menos influyen con sus opiniones en el debate nacional. Están ausentes, entrampados en la lógica de las corrientes y los cotos de influencia. Obviamente hay de responsables a responsables, pero el espectáculo de las últimas semanas habla por sí mismo. Ni siquiera el tema candente del petróleo ha conseguido introducir en el debate interno un ápice de sentido común. Al contrario, poco a poco las pequeñas matizaciones “tácticas” se van convirtiendo en diferencias que podría a llegar a ser insostenibles, una vez que el debate parlamentario avance y la reforma entre en la fase final de aprobación. Hay quienes creen que lo mejor es que cada quien siga su propio destino, sin advertir que ese es el mejor servicio que se le puede prestar a sus adversarios. Creer que la situación interna del PRD no afecta al “movimiento” es también un grave error. Y si alguien no entiende, que explique la vuelta de Salinas de Gortari para apalancar al PRI a favor de Calderón y contra... López Obrador.
Ha terminado un ciclo, dicen, pero el “divorcio” si se llega a dar tendrá costos muy altos (ya se han solicitado las primeras expulsiones). Tal vez sea inevitable el rompimiento político, pero echar por la borda la unidad de la mayor agrupación creada por la izquierda en su historia jamás será una buena señal para quienes veíamos que, al fin, un partido (con todos sus defectos) lograba disputarle el gobierno a la coalición dominante mediante métodos democráticos, poniendo contra la pared la legitimidad de las fuerzas enquistadas en la cúspide del poder.
Hoy que el PRD cumple 19 años, es imposible no reconocer que esta crisis es real y no surgió de la nada, de la impericia de los líderes o las ambiciones de sus caudillos. En realidad, según mi entender, esta larga historia se origina a partir del modo como se articularon los componentes fundadores mediante el proceso de integración del partido, el cual mantuvo y recreó formaciones internas, grupos, corrientes cuya supervivencia se sobrepuso a las estructuras partidistas, en forma análoga a la manera como se reprodujo el liderazgo moral por sobre los órganos formales de dirección. La persecución política y la estigmatización del perredismo explican en parte la continuidad de formas organizativas cada vez más reñidas con la naturaleza esencialmente democrática de las tareas planteadas, con la urgencia de ciudadanizar la militancia sin crear nuevas correas de transmisión entre las organizaciones sociales.
Siempre bajo protesta, en lugar de elaborar una propuesta sobre la democracia sin abandonar el punto de vista social y sus valores (ese impulso moral que define la subjetividad de la izquierda), el perredismo se conforma con ser la oposición más radical al gobierno de turno, sin una idea propia del significado de la transición, sus tiempos y alianzas. A fijar esta situación contribuye la falta de una visión teórica capaz de alumbrar una visión renovadora de México en el siglo XXI.
Paradójicamente, la situación actual del PRD es resultado de su éxito burocrático, de la capacidad demostrada para aprovechar los mecanismos legales y electorales que hoy permiten la sobrevivencia holgada de los partidos. A esa inercia conservadora se une, en algunos círculos, la desconfianza de signo contrario, un temor extraño a gobernar en el que pesan viejos atavismos de las viejas izquierdas, años de marginalidad, la creencia implícita en la “toma del poder” como un acto irreversible que sólo puede inaugurar una nueva sociedad creada al día siguiente de la victoria final. Pero ni unos ni otros nos dicen mucho sobre el Estado que vislumbra, sobre la sociedad que quieren reformar y los caminos que se propone recorrer.
Los grandes temas fundadores del pensamiento de izquierda –la igualdad contra la explotación–, el énfasis en la libertad y la solidaridad y, ahora, la sustentabilidad, se subordinan a la “política”, sin hacer de ellos los temas sustantivos de un agenda diferenciada y diferenciadora, capaz de identificar a los militantes de ese partido de los muchos otros que buscan cosechar en el desierto moral del clientelismo. Frente al gradualismo impuesto por las circunstancias, se exhuman algunas nociones clave: la idea de “partido-movimiento”, presente desde la fundación del partido, quiere ser una respuesta, equivocada creo yo, a la tentación de aprovechar “la vía electoral” sin abandonar la “movilización”, convertidas en opciones excluyentes cuando debían ser absolutamente complementarias. Los partidos, en efecto, son “instrumentos”, medios al servicio de intereses o aspiraciones de un sector de la sociedad, pero no sustituyen –ni se lo plantean– a los movimientos propios de las masas, a sus organizaciones sociales, ni tampoco pretenden suplantar a la sociedad civil. La fuerza está en su militantes.
PD. El tema del petróleo no es un atavismo, un viejo dogma extraído por la izquierda para relanzarse a la palestra. Basta hacer cuentas, mirar al mundo, verificar qué y cuánto han significado las privatizaciones en términos de modernidad, para saber de qué lado está el progreso y la razón.
A Carlos Monsiváis