Usted está aquí: domingo 27 de abril de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Rumor de lluvia

A no ser que se haya ido de México o esté enfermo, en cualquier momento llegará Diego. De todos los internos que salieron de Alma Infantil, es el único que vuelve cada abril. Cuando lo veo tan alto y de bigote, se me dificulta creer que ese joven sea el niño que vivió aquí por más de diez años.

En el 86, un matrimonio encontró a Diego en muy malas condiciones deambulando por La Verónica. Como sabían de esta institución nos lo trajeron. En aquel momento alojábamos a una docena de niños. Los sosteníamos de milagro y recibir a uno más nos planteó dificultades muy serias. Por principio de cuentas, en dónde instalarlo mientras su familia lo reclamaba.

Como siempre que un niño nos llega en las circunstancias en que vino Diego, pegamos en las gasolineras y en las tiendas volantes con su foto; también mandamos su descripción a las estaciones de radio. Ese método había servido en varias ocasiones para que los padres recuperaran al hijo perdido o que se había escapado para huir de la miseria y de los malos tratos. En estos casos me partía el corazón verlos irse llorando y que no tuviéramos derecho a retenerlos. En Alma Infantil no hay comodidades ni lujos pero a los niños no les falta lo único que necesitan: respeto y amor.

II

El año en que Diego llegó aquí, gracias a que habíamos convertido la sala en habitación, logramos acomodar a todos los niños: seis en la planta baja, cinco en la de arriba, y en el cuarto de azotea a Sandro, el mayor de todos. El único espacio disponible para instalar a Diego era la azotehuela. Arrinconamos los tanques de gas, hicimos a un lado los tendederos y allí le improvisamos una carpa con cartones y tablas.

Como pasaron semanas sin que nadie viniera a buscar a Diego, pensamos que sería necesario fincarle un cuarto con el material que nos regalaran los industriales del rumbo. Gracias a ellos, cada mes de marzo repintamos nuestra casa y le hacemos algunas composturas antes de que entre la temporada de lluvias.

Aquí es triste: las calles se vuelven lodazales, los baches se convierten en verdaderas trampas y se dificulta mucho salir. Los niños van a la escuela en el turno matutino, en las horas en que rara vez llueve. El problema se nos plantea en las tardes, cuando nos caen tormentas. Entonces hay que esforzarse mucho para que los niños hagan la tarea y después no se pasen todo el tiempo viendo la televisión o peleándose.

Cuando vivía, Sandro nos aligeraba las tardes lluviosas cantando con su guitarra. Aunque no era fina se oía bonito porque el muchacho era muy talentoso. Si no hubiéramos tenido el accidente, no dudo de que a estas horas Sandro estaría presentándose en los teatros y feliz de haber cumplido su sueño: convertirse en una estrella.

III

Sandro era seis años mayor que Diego. Eso influyó para que entre ellos se formara una amistad muy hermosa. Cada uno fue para el otro el hermano y el confidente que no tuvo. Si algo logré saber acerca de la vida que Sandro llevó antes de llegar aquí es gracias a lo que Diego me contó. Al oírlo me parecía increíble que un niño pudiera recibir de sus padres tantas humillaciones y malos tratos como los que Sandro padeció hasta el día en que lo abandonaron en la Terminal del Norte.

Sandro le contó a Diego que odiaba a su padre y le temía al grado de que durante muchas horas no se atrevió a moverse de la banca en la terminal, donde su padre le había ordenado esperarlo. La primera noche, cuando el vigilante lo descubrió acostado, le preguntó qué hacía allí solo. Al saber el motivo, aunque estaba prohibido hacerlo, le permitió al niño quedarse a dormir.

Pasó otro día. El vigilante comprendió el abandono en que se encontraba Sandro y llamó aquí preguntando si era posible que recibiéramos a otro niño. Imposible cerrarle las puertas, pero todavía más difícil fue conseguir que Sandro nos dijera el nombre de sus padres, cómo se apellidaba, de dónde era.

Ante cada pregunta se esforzaba por contener el llanto. Esa actitud y las cicatrices que tenía por todas partes bastaron para que imagináramos interrogatorios y castigos brutales. Después nunca insistimos. Respetamos su costumbre de permanecer horas sin hablar o tocando su guitarra.

Se la regaló el maestro Porfirio, director del coro de la iglesia. Una tarde vino a preguntarnos si algún niño se interesaba por integrarse a su grupo musical. El único que levantó la mano fue Sandro. Desde el primer ensayo demostró tener dotes de cantante y mucho interés por la guitarra. Aprendió a tocarla solo y su maestro terminó por regalársela cuando, gracias a un donativo del municipio, recibió instrumentos nuevos. Sandro era inseparable de su guitarra. Diego lo acompañaba tamborileando en una cubeta y se reían ante las protestas de sus compañeros, fastidiados de aquel dueto ruidoso. Cada vez que oigo caer la lluvia lo recuerdo.

IV

Cuando Diego viene a visitarnos ya nunca hablamos de Sandro. Si lo hiciéramos acabaríamos recordando las circunstancias de su muerte:

Era un 26 de abril. Estábamos haciendo los preparativos para el Día del Niño. El coro del maestro Porfirio iba a presentarse en un festival infantil en Zitácuaro y nos pidió permiso para llevarse a Sandro. Diego insistió en acompañarlo.

A las ocho de la mañana, a la hora en que pasó el camión por los niños, ya estaba lloviendo; aun así, salimos a despedirlos. El maestro prometió regresar el día 28 para que Sandro y Diego estuvieran presentes en nuestra celebración del Día del Niño. Tres horas después de que se fueron recibimos una llamada del maestro para informarnos del accidente en la carretera y de que Sandro había muerto.

El dueño del taller que está junto a nuestra casa me llevó en su camioneta hasta la carretera. Lo que vi fue espantoso: fierros retorcidos, niños sangrantes llorando. A un lado del camino el cuerpo de Sandro estaba cubierto con una sábana y junto a él a Diego temblando aferrado a la guitarra: sólo se le había roto una cuerda.

No he vivido momentos más amargos. No podíamos ocultarles a nuestros niños lo sucedido. Enterarse de la muerte de Sandro significó para todos un golpe terrible pero a nadie lastimó como a Diego. Se pasaba las horas sentado, mirando la guitarra como si no pudiera comprender su silencio, que era también el de la muerte.

Fue muy difícil lograr que Diego volviera a la normalidad. Al cumplir quince años se marchó de la casa. El maestro Porfirio le consiguió una beca para estudiar en Cancún. Prometió que nunca dejaría de visitarnos y lo único que se llevó de aquí fue la guitarra de Sandro. Aprendió a tocarla y a componer música.

Cada Día del Niño en que nos visita, Diego trae la guitarra. Sigue faltándole una cuerda, pero con ella ameniza nuestra celebración interpretando sus composiciones. Algunas son muy bonitas y todas tienen rumor de lluvia.

 
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