Italia: pueblo cabizbajo
No sorprende mucho –aunque sí pueda doler– el hecho de que Berlusconi haya triunfado en las recientes elecciones de Italia, regresando por tercera vez al gobierno. Históricamente hablando, los italianos casi siempre hemos vivido genuflexos.
La unificación e independencia de nuestro país sólo se completó en 1870, hasta la toma de Roma y el cautiverio del pontífice, o sea más de tres siglos después de las otras naciones europeas y un buen medio siglo después de la mayoría de los países latinoamericanos. Antes de esta fecha, Italia siempre había sido dominada por potencias extranjeras, invasores nórdicos o mediterráneos, dinastías habsbúrgicas, aragonesas, borbónicas.
Territorio de conquista y refugio desde épocas prehistóricas, la península en forma de bota vio instalarse colonias griegas, etruscas, albanesas, dálmatas, árabes, volviéndose un verdadero crisol en el centro del Mediterráneo. Bueno, hoy en día, gracias a las más de cien bases militares estadunidenses –muchas de ellas equipadas con artefactos nucleares y sustraídas al control italiano– se le compara más bien con un portaviones gringo.
A quien objetara que en los primeros cinco siglos de nuestra era, el imperio romano de Occidente dejó en la historia una huella imborrable y construyó un sólido modelo de dominio, se le puede rebatir que aquel exitoso proceso fue obra de un solo pueblo –los latinos, autóctonos de la central región del Latium– y de su capacidad de asociar otros pueblos ad infinitum. Todos querían sumarse a una empresa que prometía paz y bienestar. Más que sentirse conquistados, todos querían pertenecer.
Los pueblos asentados en las orillas del Mediterráneo, y más allá todavía, se desvivían para poder decir “civis romanus sum”, soy un ciudadano romano, adquiriendo plenos derechos en tres continentes. Casos de autoadscripción colectiva como éste no son raros en la historia, impulsados casi siempre por razones económicas. Baste pensar en el gran número de ciudadanos extraeuropeos que, aprovechando los derechos de parentesco, obtienen pasaportes de la Unión Europea y vuelan hacia un mejor destino, real o ilusorio que sea.
Regresando a Italia y los italianos, la verdad no puede ser de un solo color. Y si es cierto que se la han pasado por siglos buscándose un patrón –y según fuera el Papa o el emperador, se llamaban güelfos o gibelinos– también dieron vida a episodios y procesos de gran dignidad, temporadas de lucha y rebeldía. Pienso en la Resistenza, el movimiento armado de liberación que peleó en contra de los nazifascistas en la Segunda Guerra Mundial y moldeó los principios republicanos y antifascistas en la Constitución de la posguerra.
Y antes, en el movimiento decimonónico para la independencia y la unidad del país, que culminó con la expedición liber- tadora de los camisas rojas de Giuseppe Garibaldi (el cual, dicho sea de paso, no cejó en plena campaña victoriosa en subordinarse al poder político del rey con un histórico “obedezco”).
Sin embargo, agotada la lista de las excepciones, que debería incluir las repúblicas marítimas a partir del siglo XI (Venecia, Génova, Pisa y Amalfi); la Italia de las comunas en la Edad Media, que se la pasaban guerreando con sus vecinos; los motines y rebeliones de carbonaris, comunistas y anarquistas, tenemos que regresar a la cotidianidad de una nación subyugada, ofrecida, que siempre se ha entregado con facilidad.
Vean tan sólo el siglo XX (ahora, en la época de YouTube, hasta materialmente): un payaso como Benito Mussolini que hipnotiza las multitudes, y las lanza a una empresa nefasta que costó innúmeras vidas y sufrimientos; un beato como Giulio Andreotti, poderoso sacristán de siete papas, que por medio siglo domina o condiciona la vida política nacional; Bettino Craxi, el “socialista” muy pragmático, que hace del business el alma y el fin del país; y, último de la serie, Silvio Berlusconi, magnate en la lista Forbes, empresario de éxito, que ve al país como “Empresa Italia” y adora el enriquecimiento ilícito, la información privilegiada, el abuso de poder. Así como detesta los magistrados –“pinches jueces rojos”, según él– que husmean en los tráficos de influencias y conflictos de intereses de los políticos. Su record: 93 procesos, ninguna condena definitiva.
Dueño de televisoras, casas editoriales, industrias, agencias, tiendas departamentales, proveedoras de servicios, instituciones financiarias y todo lo habido y por haber, il cavalier Banana, como lo llaman sus críticos, acaba por representar un modelo positivo para un elector de cada tres, lo que le ha permitido ganar las elecciones del 13 de abril y regresar por tercera vez al gobierno de Italia.
Su triunfo es un síntoma de regresión política y sicológica, del deterioro de valores y modelos que aflige a la ciudadanía en un país enfermo de individualismo y consumismo, marcado por el racismo y la precariedad. En la nueva situación que se ha creado con las últimas elecciones, sale favorecido un bipartidismo de tipo anglosajón, inducido artificialmente con diques legislativos.
Como en un encuentro de lucha libre, la pelea era entre dos competidores principales: de un lado Walter Veltroni, de centro-centro-centro-izquierda, que se inspira en los demócratas estadunidenses, reniega su pasado comunista y se deslinda de los movimientos sociales y hasta del pacifismo; del otro, Silvio Berlusconi, que promete más lana, menos impuestos y buen futbol, y cuando una joven trabajadora precaria le pregunta cómo hacer para sobrevivir, le aconseja casarse con su hijo. Lógico que, en la Italia de hoy, gane el segundo. Y que la escasa izquierda institucional que queda, luego de dos años desastrosos al gobierno, desaparezca de la arena.
Regresarán los tiempos de la rebeldía, de cabezas y puños levantados. Por el momento, en Italia soplan los vientos de siempre, los de la grata sumisión.
*Corresponsal en México del periódico italiano Il Manifesto