Usted está aquí: jueves 24 de abril de 2008 Opinión El sueño sin fin

Olga Harmony

El sueño sin fin

Siempre han estado ahí esos dos mundos encontrados, pero ahora la evidencia física los hace más palpables. Por un lado, las estupendas adelitas, a las que mis limitaciones físicas me impiden sumarme, hacen vallas que obstaculizan el paso en defensa del petróleo. Por el otro, un público a la espera de las sabias palabras de su gurú, escenificadas en la nueva versión que Alejandro Jodorowsky hace de un texto de Strindberg. Como el Festival de la Ciudad de México en el Centro Histórico ha presentado en el Teatro de la Ciudad dos obras retro, primero con una historia de hippies y ahora con ésta –que es una versión diferente–, quizás sea válido regresar en el tiempo y recordar la sentencia sartreana aplicada a la literatura, pero también vigente para la vida, de evasión o compromiso. El segundo, en honor de las brigadas y la primera que cabe para la riada de espectadores que han hecho del carismático chamán un objeto de culto, a las que se añade la presencia de más de 3 mil universitarios –los que deberían ser más lúcidos y críticos– que en Ciudad Universitaria escucharon con avidez la palabra de Jodorowsky.

El sueño sin fin no es una adaptación, ni siquiera libérrima, de Sueño de August Strindberg, sino que toma algunos elementos del dramaturgo sueco, también inclinado un tiempo a una especie de hinduismo, para construir con sus vestigios una nueva obra. El autor de la psicomagia y del teatro de la sanación ha tenido siempre, desde que dejó la mímica (vino a México con Marcel Marceau) ya sea en teatro, en cine o en cómic, una gran tendencia a lo esotérico, no muy visible en sus propuestas pánicas, como el famoso efímero de la Escuela de San Carlos, pero que se fue desarrollando al paso del tiempo, porque de mimo a chamán, el tiempo pasa y lo mismo ocurre con el teatro, por lo que muchos sentimos avejentada esta escenificación, a pesar de las ovaciones de pie que, pienso, fueron otorgadas más a la leyenda viviente que a lo visto.

Con la idea platónica del ser dividido que busca su otra mitad, una pareja de Hermanos Celestes pasan por varias rencarnaciones con parejas que no se aman, ya sean padres e hijo, hermano y hermana, cónyuges, todos mal avenidos, todos con miedos, frustraciones y rencores, hasta que logran liberarse de todas esas ataduras y por fin encontrarse. Para lograrlo, el joven príncipe encerrado en el castillo que crece hacia abajo y que busca a esa amada moribunda, traspasa por fin la puerta que le atemoriza, las paredes caen y llega a la salvación. Con diálogos muy poco notables, la historia da vueltas en el tiempo, lo que tampoco es muy novedoso en el teatro actual, y para quienes estamos libres de la influencia esotérica, resulta una obra sin mayor relevancia y bastante aburrida.

Jodorowsky ya no saca al teatro de los escenarios, ni se niega a que sus actores representen, como afirmaba en los viejos tiempos del pánico, pero tampoco hace “teatro dentro del teatro” como afirma la publicidad, porque esto es otra cosa muy bien definida. Escenifica de manera convencional, aunque interesante, su texto en la escenografía de Mirko Donati –del grupo italiano il Mutamento Zona Castalia– consistente en el armario central, que se desploma, y elegantes adminículos en negro, blanco y rojo, como el vestuario de Roberta Vacchetta y Daniela Cavallo. Los cambios de roles de los dos actores, Brontis Jodorowsky y Eliana Cantone se hacen con un ritmo ágil, incorporando a un topo vendedor de vidrios, al príncipe cautivo, a la madre y al padre –que tiene un pie patineta– a la vieja del hospital, al panadero que desea cicatrices y a todos los demás personajes, asistidos por un hombre negro o “sombra” del teatro oriental, lo que también ya está muy visto. Los dos actores, ella perteneciente también al grupo italiano –al igual que Laura Allasia y Alia, responsables de la música– y él hijo del creador escénico, interpretan con tino a sus personajes hasta donde el estereotipo lo hace posible. Poco entusiasmante nos resultó a algunos el retorno al teatro de este personaje fundamental en el siglo pasado.

 
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