Usted está aquí: jueves 24 de abril de 2008 Sociedad y Justicia Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ El automóvil, árbol de oficios

■ Dos mensajes sin entregar

Los agravios entre automovilistas pueden ser más profundos y lacerantes que un asesinato, una violación o el saqueo de un pueblo, pero suficientes horrores vivimos como para hablar de éste. Digamos mejor que tienen, por fortuna, una contraparte esperanzadora: el grueso e instantáneo puente de fraternidad que se establece cuando el contenido humano de un vehículo se detiene, baja de su vehículo y auxilia a un prójimo en problemas. Hay que ser muy desalmado para no haber estado nunca en uno de los lados de ese puente y tener un pacto especial con la diosa Fortuna para no haber pisado nunca el otro.

Hace años, en una noche de aguacero me tocaba ser el desamparado del episodio y lidiaba con una tonelada y media de fierro viejo a la que se le había muerto la batería en pleno carril central. Un automovilista desconocido se estacionó atrás de mí, encendió las luces de emergencia de su unidad, mucho más presentable que la mía, se apeó de su coche y se empapó conmigo mientras acordábamos la mejor forma para empujar la máquina difunta con la fuerza de la viviente. Cuando la carcacha quedó en un lugar seguro y ambos chorreábamos, le pedí su dirección para enviarle una nota de agradecimiento. Hizo un leve gesto de negación con la cabeza, abordó su vehículo y sus luces traseras se perdieron en la noche y en la lluvia. Ojalá que ahora le llegue el fragmento que aún recuerdo de lo que le escribí y no pude enviarle:

Hermano desconocido
que me ayudaste a empujar
un viejo coche vencido
en Prolongación de Uxmal:
si Dios es más que un pedazo
de madera o de papel,
cuando te mueras, un auto
habrá de llevarte a Él.

El progreso es fugaz. Al amparo de la cultura automovilística, que tiene menos de un siglo (si tomamos como su arranque en serio el del célebre Modelo T de Henry Ford, en 1910), han surgido, florecido y declinado oficios múltiples: vulcanizadores que trabajan con el invento más antiguo de la humanidad y que en el nombre de su oficio llevan la significación de un dios cojo y temperamental; hojalateros, fecundos en maquillajes milagrosos y hasta en efectos especiales; despachadores de gasolina solícitos o indiferentes; talabarteros que fueron antes y que hoy en día son artesanos de los forros (asientos, puertas, techo) o de las vestiduras, como se dice en México, otorgando dignidad sacerdotal a las butacas de la carcacha; cerrajeros benditos que nos abren las puertas del paraíso cuando dejamos las llaves adentro y que luego nos cobran su destreza como si fueran cirujanos de coronarias; expertos eléctricos que casi nunca son expertos y cuya intervención escapa al horizonte de nuestra cultura científica y tecnológica; cambiadores de frenos y de amortiguadores, rectificadores de cigüeñales y, por supuesto, mecánicos propiamente dichos, es decir, quienes descienden a las profundidades esenciales, oráculos de los 100 mil kilómetros, señores del movimiento, auscultadores del hierro lubricado, actuarios del suministro de agua y gasolina, verificadores del aceite, oteadores del viento artificial que refresca al radiador, impulsores del sistema de encendido, orfebres de los platinos, genios de las bujías.

No he terminado: además de los propiamente clínicos, muchos otros oficios lícitos e ilícitos proliferan en las ramificaciones del árbol automovilístico: taxistas, auto y micro y metro buseros, ajustadores de seguros providenciales, vendedores arrogantes, revendedores, ladrones de partes y ladrones de automóviles completos, acomodadores de valet parking, limpiavidrios, policías de tránsito, directores generales de vialidad, ponedores de candados inmovilizadores, expertos en rines y tapones, tenderos que ofrecen lo último de lo último en sonido, video, seguridad y ornamentos abiertamente frívolos para el automóvil, blindadores de modelos de lujo, abridores de techos corredizos y hasta pilotos de Fórmula Uno, cargados de testosterona no refinada y siempre resueltos a romperse la crisma y a hacer pedazos las finas máquinas que tripulan.

El avance (¿seguro que es avance?) en el diseño de los automóviles ha dejado fuera de la jugada a incontables artesanos que se quedaron sin materia de trabajo o que han debido recapacitarse en otros menesteres en la medida en que la evolución anatómica de los vehículos deja fuera órganos y miembros antes indispensables, los convierte en piezas desechables que no admiten arreglo una vez que fallan o prescribe la inviabilidad de reparaciones mayores. Se me vienen a la memoria los cromadores de defensas, los encamisadores de cilindros, los cambiadores de espreas para un carburador desvencijado. Hoy día, por razones de estricta economía, es casi impensable la vieja y aparatosa intervención quirúrgica a corazón abierto de un cambio de motor.

Hay cientos (¿o ya son miles?) de especialidades consagradas al cuidado, la reparación y la corrección del cuerpo humano, que van del salón de belleza y la peluquería a los hospitales oncológicos, pasando por divanes, gimnasios, temascales, centros de desintoxicación, despachos de ortopedia y pedicura, sillones de dentista y de oftalmología, farmacias y secciones enteras de supermercado cargadas de afeites, desodorantes, medicinas, vendas, inhaladores, almohadas con acento en las cervicales y sillas que consienten a las lumbares.

La existencia de una cantidad equivalente de ejércitos de trabajadores y sus respectivas vituallas y aparatos para suprimir gruñidos o malestares espirituales de los automotores da cuenta, además, de un sitial marcadamente antropomórfico en lo colectivo y en lo individual, pues no son pocos los coches que alcanzan nombre propio y hasta un lugar en el álbum fotográfico de la familia. “Antaño estábamos en contacto con una usina complicada, pero hoy hemos olvidado las revoluciones de un motor. Cumple su función, que es girar, como un corazón late, y tampoco prestamos atención a nuestros corazones”, escribía Saint-Exupéry tras reflexionar sobre la progresiva imitación de las curvas de un seno o de un hombro por las formas de carenados y fuselajes: “Parece que la perfección no se alcanza cuando no queda más por añadir, sino cuando ya no hay nada que restar. Al término de su evolución, la máquina se disimula”.

Pero esa es otra historia. Al igual que el cuerpo, el cachivache de cuatro ruedas genera y demanda legiones de individuos a su servicio. Entre los oficios automovilísticos y paraautomovilísticos están los franeleros, cuidadores y “viene-viene”, de los que casi todo mundo afirma que son una plaga, un universo de parásitos o unos profesionales de la extorsión, o las tres cosas. Me abstengo de compartir esas acusaciones porque mayor daño causan, más zánganos son, y con peores maneras extorsionan, los altos funcionarios del gobierno, los cuales, sin embargo, hacen como que nadie les dice nada.

Una vez me topé con uno de esos franeleros, el cual, en el esplendor del descaro, echaba una siesta, acostado sobre el cofre del automóvil que había jurado defender con su vida, sin reparar en la fragilidad de la lámina de los modelos modernos ni en nada de nada. Le tomé una foto, le escribí unos versos con la intención de entregárselos más tarde y no lo volví a ver nunca.

A ver si lees esto, franelero:
Salud a ti, que duermes
entre el sol y el cemento
y resistes el ruido
del hormiguero urbano,
la mentada de madre
de los clasemedieros
y el “qué dirán” de todos
los que te ven y pasan.
Salud a ti, que sueñas
y defiendes tu sueño
del calor de la tarde,
de la nube imprevista,
de la extorsión segura
del agente de tránsito.
Salud a ti, que huelgas
a media contingencia
y párpados adentro,
descuidando propinas
y descuadrando un cofre;
feo, pobre y jodido
pero libre ante todo.

 
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