LA TRANSICIÓN HAITIANA:
ENTRE LOS PELIGROS Y LA ESPERANZA*

Suzy Castor**


Foto: Florencia Stubrin -CLACSO

Tres fines de siglo turbulentos han marcado etapas importantes en la historia de Haití. Pese a su alejamiento en el tiempo y las contradicciones y objetivos diversos que los han caracterizado desde el siglo XVII, tres comienzos de siglo se encuentran entrelazados con la presencia de tropas extranjeras que desempeñaron un papel importante en la evolución del proceso histórico de Haití.

A finales del siglo XVIII la sublevación general de los esclavos en 1789 puso en marcha una de las revoluciones más complejas de los tiempos modernos con sus características racial, antiesclavista, anticolonial y social, con repercusiones excepcionales en tres continentes. Después de una lucha titánica contra 60 mil veteranos de las conquistas napoleónicas, los ex esclavos se sacuden el yugo colonial en 1804, a principio del siglo XIX, y proclaman la independencia. La revolución se basaba en un consenso sobre la abolición de la esclavitud, la consolidación de la independencia y la construcción de un nuevo país, el cual no excluía de ninguna manera intereses múltiples y contradicciones en la naciente sociedad. La coexistencia se imponía frente a los peligros que representaban las metrópolis colonialistas, racistas y esclavistas.

Una gran coherencia era necesaria para afrontar de manera simultánea las tareas de defensa de la libertad, de la independencia, del desarrollo y de la integración de una nación en gestación.

A finales del siglo XIX, en la república oligárquica consolidada durante dicho siglo, el sistema poscolonial empieza a dar signos de agotamiento. Se enfrenta a las dificultades de crecimiento y busca, en medio de muchas contradicciones, consolidar un Estado capaz de asegurar la modernidad exigida por la segunda revolución industrial en el campo internacional. La falta de hegemonía y las limitaciones estructurales y sistémicas constituían factores de freno al desarrollo económico y de la sociedad toda. Esta crisis se manifestó con acuidad a principios del siglo XX en un momento en que el imperialismo naciente lleva a Estados Unidos a considerar a toda América Latina como su zona de expansión natural y al Caribe como su patio trasero. Así, en 1915, el desembarco de los marines estadunidenses inicia la ocupación más larga (1915-1934) de la zona Caribe-Centroamérica. La crisis de hegemonía se resuelve de facto y la modernidad buscada se traduce en el orden establecido por el ocupante, a partir de un reacomodo del poder político con el ejército, recién creado, como columna vertebral.

Este modelo, después de tres decenios de funcionamiento, entró en crisis. Para mantener el statu quo, la dictadura duvalierista de carácter personalista y oscurantista instrumentó un sistema de poder basado en la violencia institucionalizada y el terrorismo de Estado. Con el refuerzo de los mecanismos tradicionales de control, Duvalier “formalizó la crisis”, según la expresión de Michel-Rolph Trouillot.

Por último, a finales del siglo XX, la larga y tenaz lucha del pueblo haitiano desembocó en 1986 en la extensión de un movimiento antidictatorial sin precedentes, que obliga a los aliados nacionales e internacionales del régimen a deponer a Jean Claude Duvalier para salvaguardar sus intereses. Esta nueva etapa abrió una larga transición que cubre el fin del siglo XX y el naciente siglo XXI. Una vez más, la misma se desarrolla con la presencia de una fuerza multinacional en el país.

LA TRANSICIÓN: DEL CONSENSO A LA POLARIZACIÓN

En este proceso de ya 22 años, se ponen al desnudo, como jamás quizás en nuestra historia, las contradicciones y antagonismos que atraviesan la sociedad haitiana. La crisis no resuelta desde principios del siglo XX, los 20 años de solución impuesta de la ocupación estadunidense y los 30 años de un poder absoluto llegan a expresarse en forma dramática. Marcan la vida del pueblo con consecuencias no sólo políticas sino también económicas, sociales, culturales, psicológicas e incluso en las pautas de comportamiento de la población.

La transición postduvalierista tuvo un costo enorme para el país. En sus expresiones pluridimensionales, se pueden distinguir cuatro fases que marcaron este proceso histórico.


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–De la caída de los Duvalier en 1986 a la elección de Jean Bertrand Aristide en 1990, los militares, herederos del régimen, trataron de reconstituir un duvalierismo sin Duvalier. Las luchas reivindicativas y la movilización del pueblo y de la sociedad civil en general contra el neoduvalierismo crearon antagonismos crecientes. Los militares reprimieron pero fueron incapaces de dominar al movimiento democrático y popular que, en combates difíciles, marcados por avances y retrocesos, llegó a romper el empate en las elecciones del 16 de diciembre de 1990, derrotando al ejército y al sector duvalierista.

–La segunda fase comprende el gobierno de Aristide I, de diciembre de 1990 a septiembre 1991, fruto del gran movimiento social. Por primera vez desde la ocupación estadunidense, el ejército ya no es fuente de poder y la clase política tradicional está desplazada. Los excluidos entran en escena por la vía real: el sueño de participación política se conquista con la legitimidad popular y constitucional en elecciones creíbles. La crisis de hegemonía parece hallar formalmente una salida. Durante estos siete meses se realizan algunos progresos desde el punto de vista legal, pero muy poco en lo que respecta a la mejoría de las condiciones de vida de los ciudadanos. Sin embargo, la sensación –no la realidad– de acceso a la ciudadanía y a la soberanía representó un potencial que podría haberse convertido en una palanca para avanzar en la construcción de una nación por fin integrada.

La experiencia reveló rápidamente ser una ilusión con el violento golpe de Estado militar realizado por un ejército cada vez más gangsterizado. Pese a la brutal represión, la resistencia popular se reforzó. En plena época de posguerra fría, el ejército perdió sus aliados tradicionales. Tropas estadunidenses procedieron a reponer en el poder al presidente constitucional.

–La tercera fase corresponde al restablecimiento en el poder de Jean Bertrand Aristide y de la Fanmi Lavalas (octubre de 1994-febrero de 2004). El regreso del “sacerdote de los pobres” trajo nuevas ilusiones y oportunidades, pero también rupturas, derivas y perversiones. La disolución de hecho del ejército constituyó uno de los avances significativos de esta etapa. Sin embargo, el contenido populista del discurso presidencial y la ausencia de proyecto afectaron la legitimidad del régimen. Al pretender poner el aparato de Estado al servicio de un hombre, el gobierno desembocó en la reproducción de todos los viejos esquemas del pasado: abusos de poder, corrupción, clientelismo, autoritarismo, y acentuó las deformaciones económicas y sociales del sistema. La desinstitucionalización rompió todos los diques de contención en el seno de la sociedad y del poder, y condujo a una desagregación social creciente, a una situación socioeconómica cada vez más deteriorada y a la desarticulación de la sociedad. Se asistió a la incapacidad de gestión del poder Lavalas, Jean Bertrand Aristide-René Préval-Jean Bertrand Aristide, con un juego de alianzas cada vez más reducido, una disminución creciente de la capacidad de movilización, una perversión sistemática de grandes sectores ayer entusiastas. Esto tuvo graves consecuencias que se reflejaron en la desilusión y la desesperación de amplias capas de la población.

–La cuarta fase comprende la salida de la transición (marzo 2004-febrero 2011). Muchos se preguntan si el nuevo periodo abierto con la salida de Jean Bertrand Aristide del poder no podría considerarse como la última etapa de la transición. El gobierno interino de Alexandre Boniface-Gérard Latortue tenía como objetivo poner en marcha y hacer funcionar el aparato del Estado completamente destruido, realizar las reformas indispensables para reforzar la institucionalidad y combatir la inseguridad de manera que el próximo gobierno, con toda la legitimidad que le conferirían las elecciones, encontrase un camino allanado para poner al país en los rieles de la modernidad y de la justicia social. No cumplió con su misión. Sin embargo, pese a irregularidades evidentes que hay que deplorar, en las elecciones de febrero de 2006 llegó a instalar con toda legitimidad al presidente René Préval y al Parlamento.

El actual gobierno Préval-Alexis tiene que cumplir la agenda no realizada por el gobierno interino. La población cansada espera entrar en la etapa de construcción, habiendo brindado un periodo de gracia de ya más de dos años al nuevo régimen que está gobernando, de manera inédita, sin oposición.

ELEMENTOS BÁSICOS PARA LA COMPRENSIÓN DEL PROCESO

No se puede explicar las dificultades encontradas sin referirse a algunos factores que constituyen el telón de fondo del transcurso de esta transición.

En primer lugar, habría que referirse a la acentuación del deterioro socioeconómico. Son conocidos los índices que hacen de Haití el país más subdesarrollado del continente, el modelo amenazante a no seguir: alrededor de 56% de la población por debajo de la línea de pobreza absoluta; una esperanza de vida de 58.1 años; 39% de analfabetismo; 49% de niños sin escolarización; 75% de la población sin acceso a agua potable. En el medio rural, solamente 13.1% de los habitantes llega a satisfacer adecuadamente sus necesidades de alimentos. De hecho, tal situación resulta de la extensión del sistema de exclusión de las mayorías y de la debilidad estructural del aparato productivo, que se manifiesta en el carácter arcaico de la estructura agraria, la desestructuración del mundo rural y la expulsión del campesino hacia las ciudades o al exterior como boat people, sin el crecimiento concomitante de otro sector económico. Si el sector agroindustrial no ha podido desarrollarse, tampoco se ha logrado promover la industria maquiladora, la actividad turística, la artesanía o la producción agrícola orientada hacia el mercado interno o hacia el exterior.

En la última década del poder Lavalas nuevos factores facilitaron la circulación monetaria y permitieron la supervivencia del país: la ayuda internacional bilateral o multilateral, remesas en divisas de los emigrados, tráfico de drogas, contrabando y especulaciones de toda clase. Sin embargo, una realidad se impone cada vez más: el país no produce, mientras aumenta el consumo.

La desintegración económica se vuelve general y golpea a todos los sectores sociales, beneficiando sólo a ciertos círculos, cada vez más reducidos. Importantes sectores de la burguesía tradicional están desplazados; la clase media, ya muy reducida, está aplastada y las condiciones de vida de los sectores populares se tornan cada vez más infrahumanas. Cabe destacar el aumento de los ingresos fiscales y el equilibrio macroeconómico señalados por el Fondo Monetario Internacional como índices muy positivos de crecimiento durante los dos años anteriores. Sin embargo, éstos no se han traducido en un impulso significativo a proyectos de inversión pública, ni en las condiciones de vida de la población que asiste cotidianamente a su empobrecimiento. Esta situación contiene en sí misma una violencia que podría estallar en cualquier momento.


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Al mismo tiempo, en relación con las etapas anteriores, esta transición ofrece mayor complejidad y novedades. En efecto, la multiplicidad de los actores que entran en el escenario, o por lo menos que adquieren cierta visibilidad, “complica” la vida política tradicional. El campesinado, que desde la ocupación de Estados Unidos había sido excluido del escenario político; la población de los nuevos barrios marginales, surgidos en los años recientes; las clases medias; los habitantes de las provincias se enfrentan a los actores tradicionales debilitados, que son minoría. La Iglesia católica, con el empuje de la petite église, de las comunidades eclesiásticas de base, se había convertido, al final de la dictadura, en lugar de reivindicación y de acción democrática. En los primeros años de la transición retrocedió en su toma de posiciones. Tiene que enfrentarse además a la fuerte competencia de los cultos reformados. Se divide y se debilita. El ejército, columna vertebral del sistema, derrotado políticamente desde 1990, sobre todo después de su absurdo golpe de Estado en 1991 contra un presidente democráticamente elegido, fue disuelto en l994 y desapareció del escenario político. Y, por último, el actor internacional adquirió una dimensión aplastante en su influencia en las tomas de decisión políticas, lo que hace desaparecer la misma noción de soberanía nacional.

LOS EXCLUIDOS RECLAMAN SU PARTICIPACIÓN

En Haití se codean dos mundos, dos modos de vida, articulados sin embargo entre sí en la dinámica de funcionamiento del sistema social. La existencia de uno se explica por la presencia del otro. Sin embargo, por vez primera, los excluidos pretenden su inclusión no sólo social sino también política. Esta pretensión, muy novedosa en el panorama político, dificulta sobremanera la transición.

Las dos reivindicaciones que atraviesan esta época, dignificar al hombre y cambiar el Estado, aunque utilizadas de manera confusa, acarrean un contenido claro. Por una parte, el respeto de la dignidad del hombre y el derecho a la ciudadanía para todos y, por la otra, la exigencia de un sistema político donde las reglas del juego y las leyes sean respetadas, y de una nueva institucionalidad que permita la realización de un proyecto nacional y favorezca la participación real de todas las capas sociales.

Los sectores de la burguesía y la clase política tradicional no llegan a vislumbrar las mutaciones que se están operando en el seno de la sociedad. En este contexto de una permanente y casi unánime contestación, los métodos de contención, de cooptación, de dominio y aun de represión de la elite dominante pierden su eficacia. Frente a las demandas de estos nuevos actores colectivos, el régimen político se debilita y pone al desnudo su incapacidad de gobernar, de responder a las exigencias de participación y de bienestar de la población, así como de mantener la cohesión social y su propia legitimidad.

La marcada polarización de esta etapa que nace de las contradicciones y confrontaciones que sacuden esa sociedad de carencia se caracteriza por una lucha política sumamente aguda que no deja de ser pacífica y está marcada por la prioridad de lo político. Sin embargo, los incontables asesinatos políticos o de carácter colectivo, el constante desplazamiento interno de población, la emigración masiva de boat people o de profesionales explica la gran polarización social que caracteriza al país.

El arcaísmo del sistema y la incapacidad del Estado para cumplir con sus funciones nacionales promueve, de manera cada vez más evidente, la búsqueda de una solución a una crisis total. Ésta, precisamente por su carácter histórico-estructural y su grado de madurez, dificulta toda tentativa de recomposición. En efecto, se da, por una parte, la difícil renovación del sistema socioeconómico y político por parte de la vieja oligarquía y la muy reciente clase política. Por la otra, pese a las luchas sociales renovadas, con avances notorios y retrocesos no menos considerables, el movimiento social, potente en su esencia pero débil en lo organizativo y en sus manifestaciones, carente de recursos, sin el motor de partidos políticos y agrupaciones estructuradas de la sociedad civil, no llega todavía a dar el paso para una nueva estructura capaz de brindar una solución. Ningún sector social o político llega todavía a consolidar una dirección política y económica capaz de llevar adelante un proyecto nacional ni tampoco de resolver la cuestión de la hegemonía.

EL PESO DEL FACTOR INTERNACIONAL: LA MINUSTAH

Cabe referirse de manera particular al peso del factor externo. La comunidad internacional ha adquirido tal presencia y fuerza en cada etapa de esta transición que se ha convertido en un actor ya imprescindible en el panorama haitiano. Es cierto que hoy la cooperación entre los países del Norte y del Sur se desarrolla en un mundo cada vez más determinado por una lógica unipolar. Pero en Haití hay que reconocer que ésta asume otra dimensión, ya que la influencia internacional es sobredeterminante en las decisiones nacionales, al asegurar con la ayuda externa casi 68% del presupuesto nacional, además de la presencia de 7 mil 200 soldados, mil 500 policías y un número incontable de expertos civiles.

La resolución 1529 de febrero de 2004 adoptada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas acordó, para estabilizar Haití, el despliegue inmediato de una fuerza rápida interina seguida de una fuerza multinacional para asegurar una intervención a largo plazo. Esta misión internacional de mantenimiento de la paz, la MINUSTAH, era la sexta desplegada en Haití en el lapso de un decenio. Teniendo en cuenta que el problema de la seguridad en Haití constituye “una amenaza para la paz y la seguridad internacional, así como para la estabilidad en el Caribe”, se considera prioritario el objetivo de asegurar un contexto de seguridad capaz de contribuir a la normalización de la vida pública, al restablecimiento del estado de derecho y al apoyo del proceso constitucional y político promoviendo los principios de gobiernos democráticos y el desarrollo de las instituciones.


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No hay duda alguna de que la presencia de esta misión de estabilización tiene un contenido diferente de las tradicionales intervenciones militares en el continente y en Haití durante el siglo XX. Esta fuerza de paz, en el momento de su entrada en escena, había ejercido un poder de contención que impidió por lo menos el caos programado por el derrotado régimen anarcopopulista de Jean Bertrand Aristide.

De todas maneras, cualquiera sea su signo, es claro que la realidad del peso de la presencia militar no solamente condiciona nuestro presente sino que también, al mismo tiempo, orienta el futuro a mediano plazo. En el contexto de este encuadramiento supranacional es necesario reconocer una gran disminución de la capacidad de los principales protagonistas nacionales y del ejercicio de la soberanía. Pese a ello, de vez en cuando se elevan voces que hablan de la necesidad de una verdadera ocupación en forma clásica o la puesta bajo tutela sin tapujos alegando la incapacidad de los haitianos.

Es interesante señalar que por primera vez los países de América Latina se han comprometido militarmente en un papel importante en el continente. Esto, sin embargo, corresponde a una tendencia general de las Naciones Unidas. De todas maneras, para asegurar lo más pronto posible el regreso a la normalidad, la presencia de la MINUSTAH tiene que contribuir principalmente al establecimiento de la seguridad y a la profesionalización de la policía.

LA SEGURIDAD Y EL INDISPENSABLE DESARME

En coordinación con las fuerzas de la Policía Nacional Haitiana (PNH), la MINUSTAH debe llegar a desarrollar una estrategia eficaz para combatir la inseguridad y llegar al desarme. Esta problemática se ha convertido en uno de los puntos más importantes en la actual coyuntura. No nos referimos a una situación de inseguridad, característica de la vida urbana contemporánea, ni al problema crónico del pequeño bandidismo debido en gran parte a la miseria y el deterioro del país. Consideramos aquí más bien una situación que empezó desde septiembre 2004, circunscrita primero a Puerto Príncipe y que ya se extiende a las principales ciudades de provincia.

Los actores son diversos. Primero están los chimères partidarios de Jean Bertrand Aristide. Han evolucionado hacia una estructura propia y ocupan las principales zonas de tugurios y ciertas partes del área metropolitana, transformándolas, durante mucho tiempo, en espacios fuera de ley. A ellos se agregaron otros actores con móviles no precisados, en los que se entrecruzan intereses a la vez económicos, políticos y mafiosos. Aquí hay que mencionar de manera especial los delincuentes condenados por la justicia de Estados Unidos y en menor medida canadiense, los cuales sistemáticamente, al salir de prisión, son deportados hacia Haití, su país de origen. Es inútil subrayar las consecuencias de estas presencias en un país que sufre la ausencia de infraestructura para la recepción de estos criminales, a menudo peligrosos y muy sofisticados en sus métodos.

En el transcurso de estos cuatro años estos grupos se han consolidado, introduciendo nuevas formas de inseguridad tales como el secuestro, hasta entonces desconocido en Haití. La impotencia y desesperación que agobia a amplias capas de la población crea un círculo vicioso; aumenta el sentimiento de inseguridad abriendo más camino a los secuestradores al cerrar un círculo de psicosis: violencia-inseguridad-impunidad-violencia. La MINUSTAH, al revelar su incapacidad para combatir de manera eficaz esta inseguridad, llevó al cuestionamiento de la pertinencia de su presencia en el país y alimenta la sensación de tarea no cumplida.

La segunda tarea de la MINUSTAH, considerada también una prioridad, se refiere a la urgente estructuración y profesionalización de una Policía Nacional al servicio de la sociedad. Es evidente que, mientras esta corporación policiaca no llegue a asumir verdaderamente su papel, será difícil para la nación recuperar su plena y entera responsabilidad de la cosa pública y programar la retirada de las fuerzas militares de la MINUSTAH.

No corresponde narrar aquí la historia de la PNH, surgida después de la disolución del ejército por Jean Bertrand Aristide, en 1994. Una vez disuelto el ejército, la constitución de la policía gozó de una gran popularidad y de un apoyo entusiasta de los jóvenes y de la población en general. La formación de una policía profesional al servicio de la población fue un intento fallido en 1995 y conllevó en su evolución las vicisitudes y taras de su génesis. Rápidamente dicha policía fue pervertida, por una parte, por la sobrepolitización a partir del poder y, por otra, por la lucha mafiosa que se libró para controlarla. El reclutamiento favoreció las esferas de influencia existentes y consolidó otras provenientes de las estructuras del antiguo ejército y de los nuevos gobernantes.


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Así, después del 29 de febrero de 2004, se explica el verdadero derrumbe de esta institución como consecuencia de la politización, la corrupción, la desinstitucionalización y la presencia de grupos mafiosos. Una de las prioridades de este momento fue la profesionalización de la PNH. La opacidad con la cual el gobierno interino y la MINUSTAH realizaron la reforma no hizo avanzar ni la restructuración ni la depuración que el país esperaba.

Hoy, el enderezamiento de la Policía Nacional, pese a la presencia de agentes honestos, capaces y animados, con buen espíritu de cuerpo, debe afrontar dificultades tales como el antagonismo militares-policías, los resabios de comportamientos del antiguo ejército, la existencia de cuadros corruptos, la ruptura de las cadenas de mando, la disfunción de la justicia haitiana, las carencias materiales, la lentitud de la depuración, etcétera. Desde la llegada del gobierno Préval-Alexis, se tomaron ciertas medidas para responder a la urgente estructuración de la PNH. Hay que esperar los resultados.

Frente a esta situación, regresa de manera reiterada la cuestión de la reconstitución del ejército. En estos tiempos de inseguridad, la población, sufriendo de amnesia en relación con el comportamiento de los miembros de las fuerzas armadas, las ve como las únicas capaces de asegurar el orden. Esta consideración tan compleja gana más y más terreno. Se ha olvidado rápidamente que el ejército en Haití tenía de hecho un 10% de funciones militares y un 85% de funciones de policía. Es cierto que se impone estudiar en el seno de la PNH la presencia de unidades especializadas para la vigilancia fronteriza, así como para combatir la gran delincuencia. Sin embargo, la reconstitución del ejército, además de sus implicaciones políticas y relativas a los derechos humanos, representaría un regreso al pasado y una carga económica tan pesada que no dejaría de repercutir sobre cualquier proyecto de desarrollo nacional. De allí la urgente necesidad de un acuerdo nacional sobre este tema. Con el fin de reforzar la seguridad pública, se impone esa profesionalización de la policía, evitando los errores de un pasado todavía reciente.

Desde su llegada al poder, el gobierno Préval-Alexis y gran parte de la opinión pública haitiana consideran que una redefinición de la misión y de la orientación de la MINUSTAH hubiese sido conveniente.

Pese al peligro de retorno a bolsones de inseguridad y de no man’s landi en ciertos puntos de Puerto Príncipe, Haití no es un país en guerra o en situación de posconflicto. Sería importante cambiar este enfoque de la misión, así como reducir las fuerzas militares de la MINUSTAH y remplazarlas por policías. Naturalmente este punto, más allá de las consideraciones haitianas, puede no entrar en la rutina de la propia estructura administrativa de las Naciones Unidas.

En esta misma perspectiva, con las consideraciones de reconstrucción democrática y de contribución efectiva al desarrollo económico y social de Haití expresadas en la resolución 1542 del 30 de abril de 2004, la presencia de las tropas tendría que desembocar en una operación de solidaridad de amplia visión susceptible de acompañar a Haití, nación pionera de la emancipación continental, en su empresa de institucionalización y desarrollo duradero. Las sumas considerables dedicadas al mantenimiento de la paz tendrían que orientarse en gran parte hacia la construcción de la nación y hacia un apoyo y una ayuda estructurantes.

LOS DESAFÍOS DEL NUEVO GOBIERNO PRÉVAL-ALEXIS

El gobierno actual se enfrenta a un desafío gigantesco: realizar al mismo tiempo la modernización institucional del Estado y del sistema político, el desarrollo económico, la justicia social y la ciudadanía para todos en el contexto de la presencia extranjera. El gobierno tiene que sortear los obstáculos y crear las condiciones de la reconstrucción democrática, la satisfacción de las necesidades de la población y de la solución de los problemas de la soberanía, la inseguridad, la impunidad, la corrupción, etcétera.

Con mucha angustia surge la siguiente pregunta: ¿estará el gobierno a la altura de tal proyecto histórico? Después de dos años en el poder de este nuevo equipo gubernamental esta pregunta encierra muchas incertidumbres, pero a la vez permite conservar alguna esperanza frente al futuro.


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Se evidencian algunos avances. En efecto, diversos documentos tratan de plantear las líneas de acción del gobierno, tales como el “Document de Strategie Nationale pour la croissance et la reduction de la pauvreté 2008-2010”1. Se puede señalar también la no utilización de la represión para combatir a los adversarios o como medio para mantenerse en el poder, arma política muy común hasta hace poco, lo cual tiene un enorme impacto positivo en la población. Todavía más, el recurso a un gobierno plural, con ministros de otras formaciones políticas, aun cuando no llega todavía a plasmarse en un equipo gubernamental coherente y a reflejarse en la realidad, muestra la búsqueda de un nuevo camino. Este hecho representa una ruptura con las actitudes tradicionales de nuestros gobernantes, aun cuando se manifiestan en el funcionamiento del gobierno los defectos del presidencialismo, que tiene gran resistencia en nuestro país. La formación de comisiones presidenciales sobre algunos problemas nacionales para incluir la participación de la sociedad civil, pese a su indefinición y su eventual duplicación de ministerios, tiende a incluir a importantes sectores no estatales alrededor del gobierno. Ya han pasado dos años de gobierno, estamos todavía en un principio, y en una espera.

En efecto, grandes peligros se ciernen sobre este fin de transición, sobre todo al considerar la voluntad política existente en relación con las capacidades reales de acción o la eficacia para abrir nuevos senderos. Es imposible emprender la reconstrucción nacional y enfrentar la urgencia económica en una situación de atonía. Sin embargo, ésta ha durado ya demasiado tiempo durante estos dos años. La población no experimentó mejorías en sus condiciones de vida y, lo que es más grave, asiste a su empobrecimiento acelerado. En diversas ocasiones el gobierno ha reiterado su incapacidad para resolver este problema. La multiplicación de recriminaciones de toda clase y las protestas en contra de la carestía de la vida, si no son atendidas, pueden desembocar en la desestabilización del poder con consecuencias graves.

En realidad, se ha recorrido un largo camino durante la transición. Gracias a la conciencia de la gravedad de la situación nadie reclama la magia de una solución inmediata, pero sí se exige el primer paso que dé confianza para emprender el camino –por cierto largo– hacia la solución. Se puede adelantar que parece existir un acuerdo tácito en este aspecto en el seno de todos los sectores sociales.

Se exige la manifestación de una dirección política que proyecte el cambio. Y allí se expresa una ausencia que da pie a todos los interrogantes. La resolución de la problemática de la dirección política adquiere un peso insospechado en las circunstancias actuales. El arcaísmo del sistema político y la incapacidad del Estado para cumplir sus funciones proyectan de manera evidente la necesidad de la modernización del Estado y del sistema político. Esto se debe no solamente al papel que siempre ha tenido el Estado en la estructuración de nuestra sociedad, sino también al hecho de que la salida de esta crisis pasa por el reforzamiento de las estructuras estatales, la institucionalización, el funcionamiento de los partidos políticos, la organización de la sociedad civil, la existencia de la ciudadanía para todos y la voluntad política necesaria para emprender las reformas indispensables para la construcción de la nación. Si bien es cierto que la institucionalización no puede constituir el único elemento para promover el desarrollo, el Estado tiene que poner en marcha el cambio. Tiene que ser la locomotora y evitar que la comunidad internacional lo sustituya.

Por ello, el tema de la refundación nacional se ha transformado en uno de los conceptos clave de este periodo. Pese a las interpretaciones o las posiciones muy diversas sobre las causas y la naturaleza de los problemas, así como sobre las alternativas para resolver la problemática del anacronismo social, económico y político en una renovación necesaria y urgente de las bases de la nación, un acuerdo tácito parece existir en el seno de los sectores sociales.

En este momento cargado de todos los peligros, pero también de todas las esperanzas, el futuro dependerá de la respuesta a los desafíos del presente.


* El texto publicado en este Cuaderno es parte de la Revista OSAL Nº 23 y reproduce la conferencia dictada en el Seminario Internacional Las Dinámicas de la Construcción Democrática en Haití, América Latina y el Caribe. Este encuentro fue organizado por La Fundación por la Europa de los Ciudadanos, CLACSO y la Fundación Gérard Pierre-Charles, inaugurada ésta última en el contexto de este acto académico (26 al 28 de septiembre de 2007- Puerto Príncipe, Haití).

** Socióloga haitiana. Doctora en Historia. Doctora en Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Directora del Centro de Formación e Investigación económico-social para el Desarrollo (CRESFED-Haití).

1 Se denomina de este modo a las zonas sin control estatal.