Esquina bajan
Quise salir de la ciudad. Mi ciudad. Lo hago mucho, no tiene nada de raro. La fuerza de los ciclos ha dado densidad, carácter, identidad a las calles que uno usa para salir, que no son las mismas que se usan para entrar. Las avenidas, fachadas, esquinas, resultaban familiares. Vulgares, monstruosas, inesperadamente idénticas, como siempre. A su manera, ordenadas.
Era de tarde. La mejor luz del día. El bullicio en las papelerías. Quedé envuelto en su normalidad incomparable, rodeado por ella. Las colonias se volvieron pródigas en calles circulares y cuchillas que rompían la cuadrícula del trazo urbano. Se sucedían anchos camellones enrejados para tomas de agua, parques deportivos, cuarteles. Cruceros de tren abandonados, de rieles mordidos ya por el asfalto, casuchas reclinadas sobre los durmientes en desuso.
Parajes así abundan en el oriente y el poniente del valle. Creyéndome orientado, me descubrí miserablemente perdido en ejes, viaductos, nudos de puentes y segundos pisos, vueltas en U prohibidas y calzadas de un solo sentido. Digamos que tenía prisa, así que me impacienté. Comencé a preguntar a los taxistas, tenderos, traseúntes, y su información copiosa, pero contradictoria, acabó por hacerme bolas.
–Uh joven, ora sí se pasó. Del Paso y Troncoso está bien atrás –dijo un chofer de camioneta de la delegación.
–Para agarrar la salida a la de cuota da vuelta en el puente y no se sube, se va por abajo –dijo un venderor de flores.
–Se carga enseguida a la izquierda allí en el puente, y se sube, no se vaya a ir por la lateral –dijo una mujer que vendía guantes de box para niño en el siguiente semáforo.
Se sucedían colonias coloridas y con edificios, y otras de casas grises de bloc, techo de lámina, negro tinaco de plástico en calles sin nombre, casas como lotes, no domicilios. Manzanas numeradas con brochazos de pintura roja y gente viviendo por todas partes. Y más avenidas, centros comerciales, calles que terminan en nudos ciegos.
Cuando vi que ni los despachadores de las gasolineras eran capaces de orientarme, me vino en mientes aquello de Walter Benjamin de “uno no conoce una ciudad hasta que se pierde en ella”, y por una vez, la idea no me hizo ninguna gracia. La impaciencia es mala consejera. Los volantazos y los titubeos se vuelven maraña, como esas pelotas de ligas que la gente hace en las oficinas del predial, las agencias del Ministerio Público, las paqueterías, y que entre más grandes más rebotan.
El horror al vacío de los barrocos tiene un cumplimiento cabal y amorfo en esta ciudad, que con su cara cansada de ser cara, y por tanto espejo, me salía al paso mientras trataba de salir de ella. Por más que empujaba al frente, no alcanzaba ninguna localidad del estado de México, que de inmediato se distinguen. A lo mejor iba hacia adentro, o daba vueltas en espiral, o me atoraba en embotellamientos de tres carriles por el puro placer de aspirar el humo diésel.
En una plaza vi gente protestando. No era poca. Me repartieron volantes a pasto. Intercambiamos algunos gestos de simpatía.
Acepté sus indicaciones para salir de la ciudad. ¿Por qué no habría de hacerlo, si ya había aceptado tantas opiniones de guías bienintencionados y yo allí seguía, vuelta y vuelta? Diez minutos después, si no es que antes, comprendí que la gente protestando, y con justa razón, tampoco sabía cómo salir de la ciudad.
Como si El ángel exterminador de Luis Buñuel se hubiera extendido a las colonias de los proletarios y las proletarias.
Así seguí una cantidad estimable de tiempo. Me aburrí de desesperarme. Por alguna extraña razón, no anochecía. Como si la tarde tampoco lograra quitarse la luz de encima.
Entonces, en el momento menos pensado, descubrí un autobús de la ADO frente a mi parabrisas. Su escape amenazador. Su velocidad límite. Decidí seguirlo. Me arriesgué, a lo mejor iba a la Central Camionera. O estaba igual de perdido. Pero no, tras vericuetos y vías alternas a causa de las obras públicas, de pronto estábamos rodeados de verde y tráilers.
La carretera.