La expropiación de la industria petrolera
El artículo de la entrega anterior (La Jornada, 31/3/08) recoge la nota de septiembre de 1912 que el embajador Henry Lane Wilson envió al secretario de Relaciones Exteriores de México, en la que al final señala que “Estados Unidos se ve obligado a insistir en que cese inmediatamente esta persecución (se refiere a los impuestos por decreto de junio de 1912) que prácticamente equivale a confiscación, y espera recibir del gobierno mexicano la seguridad inmediata de que pronto se hará esto”.
El embajador llegó a amenazar al presidente Francisco I. Madero con el desembarco de marinos estadunidenses en suelo mexicano, cosa que éste informó al presidente William Taft en telegrama del 15 de febrero de 1913.
En esa época, la deuda exterior del gobierno mexicano fue también un serio problema que daba a los gobiernos acreedores una condición de preponderancia muy especial; en el informe que el presidente Venustiano Carranza daba a la Cámara de Diputados en 1919 estimaba ésta en 949 millones 276 mil 26 dólares con 78 centavos, cifra que los observadores consideraban tosca y baja.
Los principales conceptos que originaron la deuda fueron: empréstitos para la construcción de ferrocarriles, ocupación de éstos y de otras empresas de servicios públicos durante el movimiento armado; reclamaciones de daños causados en el mismo periodo, y adeudos a los bancos por incautación de reservas metálicas.
Alguna vez se condicionó el reconocimiento del gobierno de Carranza a que éste aceptara la ayuda de Francia, Inglaterra y Estados Unidos para resolver sus problemas financieros internacionales.
Los ingresos del gobierno mexicano, por otra parte, habían descendido notablemente a consecuencia del movimiento armado y de los nuevos conceptos que sobre la propiedad privada habían sido expresados ya por los dirigentes de la revolución. El presidente Carranza intentó en 1917 recaudar un impuesto especial para la producción de petróleo crudo y sus derivados, así como para los pozos de gas. La recaudación tuvo poco éxito debido a la negativa de las compañías para cumplir con los decretos correspondientes, y en enero de 1918 el presidente fue autorizado para ocupar los yacimientos militarmente, pero las protestas de Estados Unidos e Inglaterra lo obligaron a cancelar las órdenes respectivas. Un mes más tarde, Carranza expide el primer decreto reglamentando el artículo 27 de la Constitución.
Dice al respecto Merril Rippy en su bien documentado estudio El petróleo y la Revolución Mexicana: “el artículo 27 había de convertirse a partir de entonces, y durante toda una generación, en punto focal alrededor del cual lucharon, no siempre en la sala de los tribunales de justicia, las opiniones contrapuestas del gobierno y de los intereses económicos”. El artículo 27, uno de los más trascendentes de la Constitución de 1917, tenía gran tradición histórica y arraigo en el país; desde la primera legislación minera, dictada especialmente para México, las Ordenanzas del Tribunal General de la Minería de la Nueva España, en el título 5º, artículo 1º, se dice: “las minas son propiedad de mi Real Corona, así por su naturaleza y origen, como su reunión dispuesta en la Ley 4, título 13, libro 6º de la nueva recopilación”. Dice más adelante: “sin separarlas de mi Real Patrimonio, las concedo a mis vasallos en propiedad y posesión”, y en el párrafo 22, habla también de que quedan comprendidos “los vitúmenes con jugos de la tierra”, refiriéndose sin duda alguna al petróleo.
Parece mentira que esta legislación y la del mismo Maximiliano de Habsburgo, durante la dominación francesa, fueran más favorables para la nación que la que el régimen de Porfirio Díaz implantó a partir del Código de 1884, a través de El Manco González.
Otros sistemas jurídicos, como los de Puerto Rico y de las Filipinas, después de ser adquiridos por Estados Unidos, entregaron a la nación la propiedad sobre tierras y aguas y, sin embargo, en 1916, el New York Times publicó: “los inversionistas estadunidenses, cuyas propiedades valen de 3 a 4 mil millones de dólares, deberán ser protegidos mediante la intervención o anexión de México”.
Ahora bien, aun cuando la promulgación misma del artículo 27 causó una violenta reacción entre los intereses afectados, no solamente de los extranjeros, sino aun de muchos compatriotas conservadores, quizás la posibilidad de su aplicación retroactiva ha sido más debatida todavía, recurriendo a virtuosismos jurídicos interminables. Sin embargo, la tesis más comúnmente aceptada es que cuando la ley es de interés público se admite el principio de retroactividad. Se acepta también que, especialmente las constituciones producto de una revolución, han de ser necesariamente retroactivas, ya que éstas se crean precisamente para enmendar una situación jurídica que no interpreta el sentir y las necesidades del pueblo que se gobierna. De nada o de muy poco serviría escribir una nueva Constitución si no fuera a modificar las situaciones creadas por la anterior que, como queda dicho más arriba, fijaron las condiciones para generar una Revolución.
Ante el cúmulo de reclamaciones que diversos gobiernos formulaban en favor de sus súbditos, el de México se defendió con una muy importante tesis, estipulando que los extranjeros debían reconocer a los tribunales mexicanos y no formular reclamaciones diplomáticas de sus gobiernos, quedando así en igualdad de condiciones con el tratamiento que reciben los mexicanos residentes en el extranjero.
El 19 de febrero de 1918 se hizo la primera tentativa para hacer cumplir el artículo 27, gravando esta vez con impuestos los contratos sobre tierras y petróleo. Nuevamente no se hicieron esperar las protestas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, y también se presentó la negativa de las compañías a aceptar el cumplimiento de los decretos. El gobierno mexicano se vio obligado, una vez más, a ser benevolente con las compañías.
Las experiencias correspondientes demostraron que en nuestro país los problemas de relaciones internacionales eran directamente proporcionales al monto de los impuestos de las compañías extranjeras.
El presidente Carranza expresaba ante el Congreso de la Unión el primero de septiembre de 1918: “todos los países son iguales; deben respetar mutua y escrupulosamente sus leyes, sus instituciones y su soberanía. Ningún país debe intervenir en ninguna forma, y por ningún motivo en los asuntos interiores de otro. Todos deben someterse estrictamente y sin excepciones al principio universal de no intervención”.