Usted está aquí: domingo 13 de abril de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Don Lorenzo y la jacaranda

Las banquetas y los patios teñidos de azul anuncian el término del milagro anual: la floración de las jacarandas. Estoy segura de que al mirar ese tapiz efímero muchas personas recordarán a don Lorenzo: sabio jardinero, silbador incomparable y hombre estoico ante las adversidades de la vida.

Para demostrar la fidelidad que guardaba a sus antepasados y al oficio que le heredaron, don Lorenzo exhibía orgulloso sus manos desgastadas por el trabajo. La oscuridad de su piel era la constancia de sus muchas horas al rayo del sol; las cicatrices, el resumen de sus encuentros con insectos y reptiles; la deformidad de los dedos, la historia clínica de sus padecimientos.

Aquellas palmas ásperas estaban surcadas por líneas que se extendían sobre las del destino. Según las palabras de don Lorenzo, el suyo era morir a los cien años. El jardinero interpretaba la longevidad como un privilegio que debía pagarse con el sometimiento a duras pruebas. La peor de todas: ver morir a los hijos. Se rebelaba contra esas pérdidas, aunque ello significara retar al Todopoderoso.

Don Lorenzo pensaba que cuando un hijo muere antes que sus padres Dios comete un error al destruir la lógica del tiempo. “Lo natural es que lo viejo se termine antes que lo nuevo. A estas horas, yo debería estar en el panteón donde reposan mis hijos; sin embargo sigo aquí. Tiene que ser para algo, pero ¿qué?”

II

Después de que murieron sus dos hijos, don Lorenzo sufrió otra pérdida inmensa: la de Porfiria, su mujer. Inseparables, iban juntos a comprar plantas a los viveros de Huauchinango o a los de Madreselva. Durante las horas en que don Lorenzo se encargaba de hacer mezclas de tierras, podar árboles y jardines, Porfiria iba tras él para allegarle –como hace una enfermera con el cirujano– herramientas, lazos, costales, y quizá también para decirle: “Estoy aquí”.

Don Lorenzo alegraba sus horas de trabajo ejerciendo sus excepcionales habilidades de silbador. Su destreza le permitía desplegar un repertorio que abarcaba desde himnos y alabados hasta boleros y pasodobles. Al oírlo, no faltaba quien le preguntara si nunca había pensado en dedicarse a la música. Indiferente a la posibilidad de conseguir fama y fortuna, él mostraba las palmas con su destino escrito y decía: “En el mundo hacen falta jardineros”.

Ella murió sorpresivamente en el lecho conyugal, sin dolor ni angustia y en silencio, tal como había vivido. Don Lorenzo interpretó esas circunstancias como muestra de que Dios había querido compensar a su mujer por una vida digna y someterlo a él a una nueva prueba: resistir la absoluta soledad.

Dispuesto a soportarla, don Lorenzo se mantuvo fiel a su oficio. Siguió aligerando las horas de trabajo con sus silbidos. El repertorio era el mismo, pero su tono se volvió lejano, melancólico; de pronto lo suspendía y murmuraba: “¿Para qué sigo vivo?” Muertos su esposa y sus dos hijos, don Lorenzo pensó que había superado las pruebas más duras. Se equivocó: meses después de sufrir una caída, tuvo que soportar la amputación de la pierna izquierda. Sólo entonces comenzó a tenerle miedo a la muerte.

Aunque siempre lejana, llegaría el momento en que lo condujera ante Dios para rendirle cuentas. Imaginar la escena lo acongojaba: “Cuándo Él vea que me falta una pierna de las dos que me dio, ¿cómo me justifico?, ¿qué le digo?”

La búsqueda de una respuesta causaba interrupciones cada vez más prolongadas de sus conciertos. En esos minutos de silencio caía sobre don Lorenzo toda su soledad y el peso de la pregunta irresoluble: “¿Por qué sigo viviendo?” La respuesta llegó, como la muerte de Porfiria, de manera sorpresiva.

III

Un domingo, sus proveedores de Madreselva le dijeron que en el vecino pueblo de San Juan agonizaba una jacaranda. Según los más ancianos, el árbol tenía por lo menos cien años. De acuerdo con los expertos, la única posibilidad de salvarla consistía en amputarle parte del tronco dañado por las plagas. Al escuchar la noticia, las incógnitas que agobiaban a don Lorenzo quedaron resueltas: al fin sabía cuál era su encomienda en el mundo y su respuesta cuando estuviera en presencia de Dios para entregarle cuentas.

Todo esto nos lo explicó a quienes éramos sus clientes y tendríamos que prescindir de sus servicios durante las semanas o meses que permaneciera al lado de la jacaranda para devolverle la salud e impedir la mutilación. Entre todos los jardineros él era el único capaz de entender el significado de esa palabra: dolor, pérdida, vergüenza.

Antes de irse a San Juan, me contó que muchos de sus clientes habían tratado de hacerlo renunciar a su proyecto, diciéndole que si los biólogos no habían encontrado otra forma de salvar a la jacaranda, lo mejor era aceptar su diagnóstico. Otros intentaron influir en su decisión con un argumento más pragmático: “A usted, ¿qué le importa lo que le suceda a ese árbol? No es suyo, nadie le va a pagar por lo que haga, no se encuentra en su barrio ni en sus áreas de trabajo. ¿Entonces?”

No pude menos que preguntarle qué les había respondido. No me dijo nada y siguió guardando su herramienta. Cuando le entregué su paga me dio la contestación: “No somos dueños de la vida. Con todo y lo mucho que los adoraba, no pude evitar la muerte de mi mujer ni de mis hijos. Tampoco logré salvarme de que me cortaran la pierna. Como ve, hay cosas que están por encima de uno y más vale no rebelarse; pero hay otras que están al alcance de nuestra mano y si no las hacemos cometemos un pecado muy grande: es como si dejáramos de regar nuestro jardín interior”.

Sólo quienes hayan conocido a don Lorenzo valorarán la honestidad de sus palabras y su emoción cuando agregó: “Mire: yo nací para jardinero. Con sólo tocarla puedo saber qué poderes tienen las distintas calidades de la tierra. Al sembrar una semilla me imagino la flor que nacerá de ella; si levanto las hojas secas de un árbol puedo ver su tronco, sus ramas, su sombra”.

Don Lorenzo, como era su costumbre, me mostró las manos: “Si aprendí todo eso fue para que un día pudiera salvar a una jacaranda. La del pueblo de San Juan se merece que al menos haga el intento después de que ella, durante años y años, ha regalado sus flores. ¿Le gustan? Algunos dicen que son mensajes que caen de lo más alto para recordarnos que el cielo existe. En estos tiempos ¿quién lo mira? Todos los ojos están concentrados en el dinero, la fama o en el poder. La gente ya no habla de otra cosa”.

Sonriente, don Lorenzo se miró la pierna de palo: “No crea que soy tan desinteresado. Si me meto en este asunto es porque quiero sacar mi ganancia: cuando el Creador me llame y hagamos cuentas, pienso decirle que me tome una cosa por otra: perdí una de las piernas que me dio, pero impedí que mutilaran un árbol, que también es obra suya”.

IV

Don Lorenzo nunca regresó de San Juan. Dedicó los últimos meses de su vida a cuidar a la jacaranda. Está en el centro del pueblo. Muchos lugareños piensan que el jardinero la salvó removiendo constantemente la tierra a su alrededor y a base de un sistema de riego ideado por él. Otros afirman que curó al árbol alegrándolo con su interminable concierto de silbidos.

Como haya sido no importa. Lo que cuenta es que la jacaranda, con un siglo a cuestas, sigue viva y arroja puntualmente cada año raudales de flores azules: mensajes que nos recuerdan la existencia del cielo. Como decía don Lorenzo: “Hay que mirarlo siempre, sobre todo en los tiempos difíciles”.

Recuerdo esas palabras y pienso que él tenía razón en otra cosa: en el mundo hacen falta jardineros.

 
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