Baltasar
Conocí a Baltasar Cavazos en la Junta Central de Conciliación y Arbitraje del Distrito Federal, donde yo desempeñaba, casi en situación de emergencia por un despido previo de una financiera, la secretaría de acuerdos de la Junta Especial número cuatro, que conocía sobre todo de los problemas del transporte.
Baltasar, simpático y comunicativo, no tardó en iniciar una relación que duró toda nuestra vida. Tenía a su cargo la dirección jurídica de la Coparmex.
En ocasión de un viaje a Sudamérica con Mario de la Cueva y –me parece– Alfredo Sánchez Alvarado, Baltasar hizo contacto con los principales laboralistas, particularmente de Argentina, Uruguay, Brasil, Chile y Perú, y a su regreso, poniendo en juego su capacidad de convocatoria, organizó en la Coparmex una serie de mesas redondas en las que siempre tenía como invitado a un distinguido jurista iberoamericano. Recuerdo, entre otros, los nombres de Guillermo Cabanellas y Mario L. Deveali.
Participé con Baltasar en todas las mesas redondas. Me relacioné con el mismo mundo internacional. Después, en los preliminares de la discusión de la Ley Federal del Trabajo de 1970, Baltasar me invitó a acompañarlo a cuanta conferencia o charla nos pedían por la provincia. Supongo que a veces nos pagaban algo que no pasaría de unos cuantos cientos de pesos, si nos iba bien. Nuestros amigos de Monterrey, con más sentido práctico pero por regla general muy incómodo, en lugar del pago nos hacían algún obsequio verdaderamente complicado para ser transportado por avión.
Alguna vez Baltasar me preguntó si iría con él a Honduras. Tenía una invitación para Tegucigalpa y otra para San Pedro Sula. Me encargó la segunda y salí ganando, porque San Pedro es una ciudad moderna y Tegucigalpa, que conocí años después, un poquitín más antigua, sin ventajas de alguna clase.
Al terminar la semana nos reunimos en San Salvador. En la cena en el hotel Hilton, Baltasar pidió un güisqui y yo, inspirado por la mexicanidad, un tequila. Pronto me arrepentí, porque el güisqui costaba un dólar y el tequila dos cincuenta.
Después hemos dado vueltas por todas partes, asistiendo a congresos, mesas redondas y cuanto acto académico se ofrecía en América Latina o en Europa. A veces, también en Estados Unidos.
Nuestra amistad académica se transformó poco a poco en una relación personal entrañable. Alguna vez en Saltillo me hizo jugar golf, de lo que no tenía mayor idea –y tal vez ahora un poco menos– y no faltaron los conflictos laborales en los que éramos abogados de las partes contendientes. Siempre le aprendí algo.
Coincidíamos en la facultad a la que ingresamos como maestros casi al mismo tiempo, Baltasar unos días antes y yo el primero de mayo de 1953. Presentamos el examen de doctorado con escasa diferencia de fechas; a él le correspondió el número 39 y a mí, me da cierta pena decirlo, el 41. En medio se colocó Jorge Mario Magallón Ibarra.
En los últimos tiempos nuestros encuentros fueron mucho más escasos. Coincidimos en un desayuno ofrecido por un grupo de abogados a Fernando Franco y hace dos o tres semanas en una comida. Lo encontré desanimado. Él, que era la demostración de la alegría y el optimismo.
Fue un autor prolífico de obras de derecho del trabajo que inició con la publicación, me parece que en Argentina, de su tesis doctoral, que si no me equivoco se denomina Mater et magistra y el derecho del trabajo, en homenaje a Juan XXIII. Después han seguido trabajos de todo tipo, en general con la tendencia a tratar temas concretos con un sentido práctico.
A Baltasar le debemos mucho. Convirtió el derecho laboral en tema de polémicas permanentes. Creó un despacho de éxito. Vivió plenamente.
Lo vamos a extrañar.