Usted está aquí: viernes 11 de abril de 2008 Gastronomía Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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■ Borgoña, ¿1997?

Duermo. Una vez leí estas líneas: “Hace algún tiempo, una tarde en Borgoña, mordí una zanahoria. Era pequeña, limpiamente biselada, apenas pasada por el vapor y glaseada con mantequilla. Por un instante pensé que acaso esa zanahoria era lo más perfecto que había comido en mi vida”. Ahora –no sé qué año es, pero anacrónicamente escribiré que 1997, antes de que el mundo acabara conmigo, como dice Homero Simpson en Sábados de trueno, temporada 3– avanzamos Rocío y yo por la carretera, una carreterucha del Morvan, a través de oscuros y vastos bosques húmedos; atrás en kilómetros y horas quedaron los viñedos, los suelos calizos y los augurios: un letrero que anuncia miel, un par de vacas charolais enormes, gordísimas, blancas, con la cara llena de moscas que tratan de espantar con movimientos de las orejas también enormes (nos bajamos del auto a verlas de cerca: nos conmovieron con su dicha sencilla; uno de nosotros recuerda a Marlowe: ...all beasts are happie,/ For, when they die,/ Their soules are soon dissolved in elements); el alucinante mercado sobre ruedas de Chalon-sur-Saône, donde probamos jamón con perejil y cornichons, ancas de rana, canelones rellenos de coq au vin y caracoles con mantequilla. Todo eso está atrás y ahora avanzamos entre árboles fantasmas, porque más adelante, en el frío, nos espera Marc Meneau, el restaurantero más chingón de Morvan, y su lujosísima maison: l’Espérance en St-Père-sous-Vézelay.

Marc debe tener 40 años o acaso más. Fuma puro afuera de l’Espérance –son las cinco o las seis de la tarde–, bebe crème de cassis, espera algo que yo no sé. Nos saluda como si nos conociera de toda la vida. “¿Tienen alguna fobia?”, nos pregunta, y R. le responde, chispeante como una lucecita de bengala: “La mala comida nomás”. Por abigarrados, he olvidado ya los detalles de esa comida, pero algo podré rescatar. Sentados junto al fuego, bebemos espumoso (o crémant, en Borgoña) en una sala llena de libros viejos acomodados con enorme precisión. Llega nuestro primer plato: es una torta pequeña, de hojaldre, compuesta por capas de papas en vinagre y perejil y trompas de puerco confitadas –en carnitas, pues–, con yerbas: perejil, estragón, perifollo. Meneau o un mesero de Meneau la rebana y la sirve con una vinagreta de vino tinto borgoñón: no hay nada más decadente, más lujoso, más indulgente que esto. Entonces nos hacen pasar al comedor: lo anterior era un aperitivo, una coquetería. En el salón, en nuestra mesa, hay una lenta construcción: terrina de cigalas envuelta en rebanadas de lubina (o algo así), humectada con una salsa cítrica de mantequilla; vino blanco... Tal vez hay caracoles con perejil –siempre los hay cuando estás en Borgoña– y ancas de rana de nuevo, en un napoleón de jitomate –ídem, pero es probable que el olvido me haya trabajado ya–, cèpes salteadas. Nos mirábamos incrédulos y felices: eso sí lo recuerdo. Luego alguien acerca una mesa sobre la que hay varias vasijas de lo que supongo es plata; todas vienen cubiertas. Meneau o alguien que se parece a Meneau o un mesero va destapándolas una a una: aquélla trae filete de res que brilla acariciado por una tersa capa de salsa de vino; aquélla, trozos fundentes de rabo de buey; aquella otra, largas salchichas de vaca; una más, papas, zanahorias, coles glaseadas con mantequilla; la última, un caldo de res que es casi un jugo casi una salsa. Nos sirven, morosamente nos sirven (también vino tinto), y probamos con implacable lentitud. Lo que sentimos entonces no lo puedo rescatar, lo he perdido en una sinestésica sucesión de intensidades y correspondencias: de lo untuoso a lo frágil a lo rojo a lo brillante a lo aromático al vino a lo naranja a... (Pienso: “Hace algún tiempo, una tarde en Borgoña, mordí una zanahoria. Era pequeña, limpiamente biselada, apenas pasada por el vapor y glaseada con mantequilla...”) Después, milagrosamente, nos levantamos de la mesa, caminamos por el jardín de l’Espérance –nos han invitado a dormir aquí–, fumamos, bebemos un poco más, vamos al cuarto, cogemos y enlazados nos quedamos dormidos.

Despierto. Hay unos segundos, tres o cuatro, de una felicidad prístina, labrada con un cincel finísimo e indestructible. Luego, el cuarto se va llenando del ruido de la tele y de intragable realidad: esto es abril de 2008, Marc Meneau cerró l’Espérance hace mucho, afligido de deudas, hijos malagradecidos, amantes de rapiña; Rocío, a quien conocí no en 1997, sino en 2004, no me habla y dudo que lo vuelva a hacer, y yo nunca, pero nunca, he estado en Borgoña.

 
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