Karajan, Mutter, Berlín...
Durante la pasada Semana Santa, una añeja tradición familiar y mi afición a la música –también tradición familiar añeja– me llevaron una vez más a la ciudad que vio nacer a Mozart, con motivo del Festival de Pascua de Salzburgo, encuentro creado por Herbert von Karajan en 1967, y este año resultó especial, pues días después –el 5 de abril para ser exactos– Karajan habría cumplido 100 años de edad.
El festival estuvo integrado, como todos los años, por tres conciertos y una ópera con la Filarmónica de Berlín, esa orquesta tan ligada a Karajan. Este año el primer programa abrió con el concierto para violín de Beethoven, interpretado por Anne-Sophie Mutter –otro nombre íntimamente ligado al de Karajan– bajo la batuta de Seiji Ozawa.
El programa del festival, como siempre lujosamente editado, incluyó a manera de prólogo unas páginas de uno de sus asistentes más notables: Mario Vargas Llosa. Recuerdo que hace algunos años, también durante el festival, me encontré a don Mario en un café de Salzburgo trabajando en algún texto. Gracias a la indiscreción de otro asistente, amigo de don Mario, me enteré de que escribía un ensayo sobre Los miserables, de Víctor Hugo, y para cuando apareció publicada La tentación de lo imposible ya había releído la genial novela. Leer el ensayo de Vargas Llosa fue impactante, pues la sabiduría del autor peruano me hizo caer en cuenta de sutilezas en la novela que ha-bían pasado desapercibidas en mi lectura, agradecida pero ingenua. ¡El maestro que generosamente nos señala aquella genialidad, que, cual presa herida, se refugia en los renglones de aquel texto eterno!
“La Filarmónica de Berlín –dice Vargas Llosa– no es una orquesta, es un milagro... pero a escala humana, hecho de carne y hueso, es decir, de destreza, disciplina de trabajo, conocimiento y amor.” Bastan las primeras notas del concierto de Beethoven para que la sentencia de Vargas Llosa se nos revele en toda su magnitud. Ese milagro que es Mutter –¿también será de carne y hueso?– se conjuga con ese prodigio de orquesta –¿pueden la destreza, la disciplina, el trabajo, el conocimiento e incluso el amor llegar a tanto?– y una obra tantas veces escuchada como el concierto de Beethoven nos parece nueva y original.
Del violín de Mutter surgen sutilezas que nos pasaron desapercibidas en interpretaciones anteriores. Mutter se apodera de la obra y la hace suya, dándole a la intensidad lírica de los solos de violín un sello particular. Lo que escuchamos no es únicamente el concierto para violín de Beethoven, sino ese concierto según Mutter y Berlín. Obra excepcional que nos lleva a ese lugar mágico que sólo las interpretaciones artísticas más excelsas, en esos rarísimos y contados momentos en los que prodigios como Mutter o Berlín –en este caso Mutter y Berlín– nos pueden llevar cuando destapan el pomo de las esencias.
“Escuchar música en Salzburgo –sigue diciendo Vargas Llosa– tiene algo de religioso, de una ceremonia en la que el arte se reviste de cierta magia y de mística, en la que no sólo los sentidos se extasían, también interviene la parte más secreta de la personalidad, los antiguos instintos, los sueños recónditos y la ilusión de que, en el embeleso de una sinfonía o una cantata, uno llega a entablar una silenciosa comunicación con los ancestros más ilustres, esos modelos del pensamiento y la creación artística que Hermann Hesse, en El lobo estepario, llama ‘los inmortales’.”
El concierto de Beethoven resulta efectivamente una experiencia religiosa. No sólo no hay una nota fuera de lugar, sino que alcanza esa pureza técnica que lo convierte en algo más puro que técnico; en algo único e irrepetible. Acaba el concierto y Ozawa mira y señala al cielo. Uno no puede sino imaginarse, entre los inmortales de Hesse, el rostro otrora adusto de Karajan sonreír con aprobación ante la discípula a la que ya nadie tiene que enseñar los encantos escondidos de la obra. Karajan al fin descansa y lo demás, como en el Hamlet de Shakespeare, es silencio.
¡Feliz siglo, Maestro!