8 de abril de 2008     Número 7

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


ILUMINACIONES
Miradas al futuro del campo

Iniciamos esta nueva sección dedicada a las prospecciones rurales,
con un luminoso ensayo de Víctor Toledo sobre el futuro de las creativas
comunidades agrarias

Creacion Biocultural en la Encrucijada

Víctor M. Toledo

Mesoamérica: laboratorio contemporáneo. De la más de centenar de lenguas habladas en Mesoamérica con una población estimada en 30 millones al momento de la conquista, hoy, 500 años después, persisten más de 60 complejos linguísticos, que sumados a los dialectos alcanzan cerca de 300 variantes, con una población estimada entre 10 y 12 millones de hablantes. Esta población, considerada la heredera de las antiguas culturas mesoamericanas, puede alcanzar los 20 millones si además o en vez de la lengua se toman en cuenta otros rasgos como la cosmovisión, los hábitos y las costumbres, la vestimenta o las formas de subsistencia, población que en conjunto constituye lo que Guillermo Bonfil denominó el “México profundo”.

La población mesoamericana de hoy, pariente de los habitantes autóctonos, se distribuye por 26 regiones indígenas y cubre los principales hábitat del territorio mexicano: desde selvas y pantanos tropicales hasta regiones lacustres, zonas de montaña con boques templados, costas, altiplanos, desiertos y semidesieartos. Esta amplia distribución eco-geográfica permite reconocer situaciones donde los pobladores locales mantienen sistemas, estrategias y formas de aprovechamiento de los recursos naturales que son antiguos y vigentes, de tal forma que estamos ante la extraordinaria oportunidad de identificar modos de uso que resultan de una interacción de miles de años entre esas culturas y su entorno. Hoy existen evidencias que certifican la presencia maya en la Península de Yucatán desde hace 3 mil 500 años, y fechas similares se ofrecen para el caso de los purhépecha de la cuenca del Lago de Pátzcuaro en Michoacán y para los tenék (huastecos) de las selvas de San Luis Potosí.

Los actuales pobladores de México que descienden de las antiguas poblaciones nativas detentan en conjunto una superficie estimada en 24 millones de hectáreas. Aunque la superficie no resulta demasiado grande, su valor radica en que dentro de ese territorio se encuentra buena parte de las áreas biológicamente más ricas del país, las porciones de selvas y bosques mejor conservados, casi todas las regiones productoras de agua (cuencas altas), la mayor parte de los sistemas de agricultura tradicional y, en consecuencia, el grueso de la variedad genética de la nación. En otras palabras, los territorios indígenas contienen hoy en día los principales yacimientos hidráulicos, genéticos, biológicos y de vegetación del país.

Tan importante como lo anterior es que en estas zonas es donde siguen existiendo, después de miles de años, los laboratorios donde se sigue probando, explorando experimentando e innovando; donde la biodiversidad se pone a prueba cotidianamente para corroborar su utilidad real o potencial, su resistencia y hasta su agresividad. La investigación etno-biológica y etno-ecológica certifica, mediante la descripción y análisis de decenas de ejemplos, casos inimaginables y modalidades que parecen sacadas de la ciencia ficción.

Los maíces creados para hacer posible la agricultura en las tierras altas de Michoacán, Chiapas o Nayarit, las tórridas planicies pedregosas sin agua de la plataforma yucateca o las regiones semidesérticas de Oaxaca y Puebla siguen existiendo. Y el observador se queda estupefacto cuando se descubren maíces en condiciones que ningún agrónomo moderno reconocería como adecuado para realizar agricultura. En los humedales de Tabasco los chontales realizan una agricultura de pantano en tres meses, y los huaves de Oaxaca levantan cosechas maiceras y de otros cultivares sobre las dunas costeras.

La agricultura mesoamericana alcanza su cenit en las chinampas del Valle de México, sistema agro-hidráulico que se autorregula y que fue el granero de la antigua capital: Tenochtitlan.

Los sistemas agro-forestales también permanecen, enriquecidos por la llegada de las especies traídas de lugares remotos por los europeos. Los huertos familiares mayas combinan decenas de especies autóctonas e introducidas de árboles útiles y simulan una selva útil, y de manera similar hacen los purhé de Michoacán en sus Ekuaros . Otras culturas manipulan las masas forestales y engañan al ojo haciendo aparecer como selvas lo que en realidad son “jardines productivos”, como los huastecos con el Té lom, los Chatinos de Oaxaca, o los nahuas de la Sierra Norte de Puebla con el Kuojtakiloyan . En este último en una sola hectárea se manejan hasta 130 especies útiles para la alimentación, la salud, el forraje, la vivienda, la producción de café, pimienta y canela, y la experimentación de flores y frutos tropicales.

La lista sigue: producción de miel por abejas nativas y sin aguijón, extracción de chicle, palmas, fibras y otros productos no maderables de las selvas tropicales, manejo del agua de lluvia y de escorrentías en los desiertos de Tehuacán mediante un profundo conocimiento etno-geológico, creación de terrazas y bancales para la agricultura en laderas, pesca en lagos y lagunas y, especialmente, riquísimas farmacopeas en número de medicamentos y especies utilizadas y en la variedad y tipificación de enfermedades. En los Altos de Chiapas, los estudios de B. Berlin y E. Berlin revelaron el manejo de mil 650 especies de plantas que las comunidades tzeltales y tzotziles utilizan como remedio para 150 tipos de enfermedades; en tanto que en una sola comunidad huichol en Jalisco (San Andrés Cohamiata), A. Casillas-Romo encontró una centena de plantas para curar 60 diferentes enfermedades.

Cornucopia amenazada. Siete mil años después de iniciado el proceso civilizatorio que permitió la variedad de productos y que logró evadir o remontar crisis sucesivas, como los colapsos demográficos hasta ahora todavía inexplicables del periodo clásico o el impacto de la conquista española que redujo la población autóctona en 90 por ciento, hoy las culturas creadoras de esta riqueza inigualable se enfrentan a un nuevo desafío que es de una magnitud diferente.

Colocadas por las circunstancias al borde del colapso, las culturas autóctonas lograron remontar el severo impacto que hace cinco siglos les produjo la conquista mediante toda una variedad de mecanismos. Entre la resistencia total y la absorción absoluta a la cultura dominante, los siglos de la época colonial fueron testigos de un complejo proceso de mestizaje (racial, ideológico, cultural y material) que, para sorpresa de muchos, terminaron enriqueciendo, no transformando ni aniquilando, buena parte de los sistemas de apropiación mesoamericanos.

Se puede decir que más que oponerse, los pueblos autóctonos aceptaron y terminaron adaptando o apropiándose las nuevas especies, técnicas, instrumentos y sistemas de producción (de origen asiático, africano y europeo) traídos por los conquistadores españoles. La lista es larga y todavía incompleta. El arribo del ganado, mayor y menor, de equinos, bovinos, porcinos, ovinos y caprinos, indujo una re-funcionalización de la milpa mediante la complementariedad del maíz y otras especies vegetales con los nuevos animales.

En las regiones tropicales innovaciones externas como la caña de azúcar se integraron al sistema autóctono de manejo múltiple, y numerosas especies de árboles frutales y otras especies útiles traídas de fuera (cítricos, plátanos, café, etcétera) se insertaron a los sistemas agro-forestales nativos. Algo similar ocurrió con las hortalizas y es muy probable que el cerdo, la gallina y los patos suplantaran como recurso de proteína animal a las presas de caza (venados, roedores y aves silvestres). De hecho, el alud de especies animales domesticadas introducidas desde el siglo XVI vinieron a llenar el vacío que existía y enriquecieron y complementaron muchos sistema indígenas de producción.

En este primer encuentro con lo “externo”, las culturas mesoamericanas lograron sobrevivir y aun remontar y crecer, al convertir el mestizaje cognitivo, productivo y tecnológico en un fenómeno a su favor. De las mezclas y sincretismos materiales, surgieron innovaciones que apuntalaron las antiguas formas de apropiación de la naturaleza. Muchas otras por supuesto se perdieron, pero tras cinco siglos la población indígena de México alcanzó niveles que certifican una capacidad de apropiación, es decir de resistencia autóctona, que no deja de sorprender. Esto, más otros muchos factores, explican la permanencia de la cornucopia de productos, muchos de ellos recreados en nuevas fórmulas y combinaciones culinarias, de salud, artesanales, manufactureras e incluso industriales.

Hoy la amenaza es diferente. Esta vez son los mecanismos depredadores de la civilización industrial los que podrían borrar de la faz del planeta estas culturas que, aun subyugadas, marginadas o desdeñadas, continúan existiendo bajo una situación de permanente resistencia. Las estadísticas y cifras caen contundentes y frías: los creadores de la cornucopia conforman la mayor parte de la población rural que sufre altos niveles de marginación social, explotación económica, ausencia de apoyos, aislamiento y discriminación. Los indígenas, sus comunidades y sus ricos recursos, no entran en los esquemas de un proceso de modernización cuyos principales paradigmas siguen siendo la eficiencia tecno-productiva dirigida a alimentar los mercados (en todas sus dimensiones y escalas) cada vez más monopólicos, el mantenimiento de la sociedad de clases y la exclusión de los beneficios del desarrollo de amplios sectores de la población.

En relación a los bienes y productos provenientes del mundo natural, la expansión de la civilización industrial impone una manera de apropiarse la naturaleza que, en contracorriente con la tradición mesoamericana, se funda en la implantación de sistemas y estrategias de producción cuya eficiencia se basa, a su vez, en la simplificación de los paisajes, la variedad de la vida, las actividades humanas y la versatilidad del tiempo. En efecto, bajo la racionalidad agro-industrial dominada por el capital que conlleva la modernización del mundo contemporáneo, todas las maneras tradicionales basadas en el aprovechamiento y manejo de la diversidad genética, biológica, ecológica y paisajística constituyen obstáculos que hay que remontar. Ello es así porque, ante un mercado dominado por el capital, las tecnologías que incrementan la eficiencia y por ende las ganancias son aquellas que especializan no las que diversifican.

La modernización de los espacios rurales es entonces un proceso de suplantación, transformación o supresión de los sistemas tradicionales por formas especializadas de apropiación: monocultivos agrícolas, forestales o para uso pecuario (pastizales), pesca de una o unas cuantas especies, y extracción masiva de un solo producto. El suelo, el agua, el clima y los organismos vivos, así como los procesos ecológicos que los ensamblan, tienden entonces a volverse “pisos de fábrica” para la producción especializada.

A la agro-industrialización del campo acude la ciencia: variedades genéticamente mejoradas, agroquímicos, pesticidas, máquinas de todo tipo movidas por petróleo y, más recientemente biotecnología (organismos transgénicos). Por todo lo anterior, los pueblos mesoamericanos del presente son calificados de atrasados, ineficientes, tradicionales y arcaicos, porque por esencia se resisten, a veces con éxito a veces sin´él, a adoptar los nuevos modelos.

Dilema actual: repensar la cornucopia. La confrontación descrita en la sección anterior es, en última instancia, un verdadero “choque de civilizaciones”, una colisión entre la “tradición”, concebida no como una dimensión estática y arcaica sino como la vigencia de fórmulas muy antiguas permanentemente mejoradas y perfeccionadas, y la “modernidad”. Entre dos maneras radicalmente opuestas de concebir, conocer, percibir, actuar y soñar el mundo. ¿Es que estamos frente a una contradicción irresoluble?

Como ha sido señalado ya por varios pensadores, el dilema de México es seguir ciega e irresponsablemente los modelos de modernidad que impone un proceso de globalización dominado por el capital o construir una modernidad alternativa, donde se resuelvan conflictos fundamentales como el que se da entre lo tradicional y lo moderno.

“Es de vital importancia –afirma el antropólogo Hanns Albert Steger–, de prioridad absoluta en el México de hoy, trabajar para fundamentar las bases conceptuales, epistemológicas, de una industrialización alternativa y de estilo mexicano, dentro del contexto industrial global. Hay que reemplazar lo más rápidamente posible los conceptos de tiempo, espacio, naturaleza, trabajo, realidad, legitimidad, originales en sociedades no mexicanas, por conceptos arraigados firmemente en la historia invisible de México”.

El alud de bienes que México ha ofrecido al mundo puede y debe ser eje fundamental en la construcción de un modelo organizativo que logre articular lo local con lo global, lo rural con lo urbano-industrial y, en fin, lo tradicional con lo moderno, en nuevas fórmulas sociales, productivas, comerciales y de consumo. Esta propuesta que parece irrealizable e incluso descabellada, comienza por fortuna a tomar cuerpo en numerosos proyectos de agricultura orgánica o ecológica, redes nuevas de comercio verde y justo y en el cambio de actitud y mentalidad en grupos cada vez más amplios de consumidores urbanos e industriales.

La proliferación y rápida expansión en las últimas dos décadas de cooperativas, comunidades y ejidos integrados a nuevos proyectos productivos en torno al café y otros productos orgánicos, el manejo sustentable de bosques y selvas, la generación de productos no maderables, el turismo eco-comunitario, el cuidado del agua y la conservación de la biodiversidad a escala local, marcan sin duda el camino a seguir. En estos casos, la tradición mesoamericana logra una articulación ventajosa al mundo moderno, vía los productos y servicios que sitúa en mercados alternativos.

Ello ha generado como contraparte, la creación de redes de mercados orgánicos o ecológicos, nuevas ofertas de comercialización e incluso nuevas cadenas de productores, comercializadores y consumidores. Ello involucra suprimir toda acción depredadora de la naturaleza, de la que no logra escapar la propuesta agro-industrial, pero también eliminar toda forma de explotación económica, como la que actualmente tiene lugar en la que los bajísimos precios de las materias primas continúan sumiendo en la pobreza y la marginación a buena parte de los productores rurales.

Se trata de construir una nueva cultura societaria, nuevas formas de articulación social y productiva y nuevos modos de relación con la naturaleza. Esta propuesta alternativa, que cabe dentro del nuevo paradigma de la sociedad sustentable , requiere una conciencia social y ecológica a toda prueba. Sólo así este genuino legado cultural e histórico seguirá vigente. La cornucopia, que es de productos porque es de creaciones y de conocimientos, será ecológica, orgánica, socialmente equitativa y, en fin, sustentable, o no será. O lo que es peor, terminará por convertirse solamente en un frío mecanismo de intercambio económico, reduciendo o haciendo desaparecer las connotaciones históricas, sociales, ecológicas y culturales de un fenómeno que, comprendido cabalmente, a todos deslumbra. El pensamiento crítico y la memoria histórica siguen siendo los baluartes supremos de una visión humanista del mundo.

Investigador del Instituto de Ecología
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