Realismo mágico
Día tras día las clases políticas mexicanas desmantelan los remanentes del antiguo régimen. Al mismo tiempo, se empeñan en mantener la ilusión de que todavía está ahí: que el PRI existe y que la presidencia imperial sigue en funciones, por ejemplo. No se reconoce el fin de un régimen, acaso para introducir de trasmano el que le sucederá.
Cuando Miguel de la Madrid tomó posesión, en 1982, el sector público representaba dos terceras partes de una de las economías más cerradas del mundo. Cuando Vicente Fox tomó posesión, en 2000, el sector público representaba menos de la quinta parte de una de las economías más abiertas del mundo, una economía que había escapado al control de la nación.
El contraste es más agudo en términos políticos. El presidente-rey mantenía estricto control de su gabinete, su partido, su Congreso y su poder judicial. El día del destape, hasta el último cacique de pueblo buscaba su conexión con el nuevo presidente: sabía que de él dependería que le cortaran o no la cabeza. La estructura mafiosa del PRI llegaba hasta el último rincón del país, sólidamente articulada al gobierno y a su cabeza indiscutible. Sucesivos presidentes modificaron 500 veces la Constitución.
Fox nunca pudo ejercer control de su gabinete ni de su partido. Tampoco controlaba el Congreso y el Poder Judicial. No pudo siquiera someter a su voluntad el funcionamiento de la casa presidencial. Fracasó en sus desmañados intentos de realizar diversas reformas legales y cumplir sus promesas políticas.
El régimen monárquico que padecimos por más de 70 años ha desaparecido. No existe posibilidad de restauración, ni siquiera en el caso de que el PRI recuperara la presidencia. Vivimos en otra sociedad, con otra estructura política. Los reyezuelos que ejercen aún en el estilo político tradicional, imitando el ejercicio monárquico, son capaces de causar inmensos daños y de corromper cuanto tocan, pero su poder no puede compararse al de la presidencia imperial –entre otras muchas cosas porque ésta carecía de auténticos acotamientos y los reyezuelos están expuestos a todo género de restricciones, empezando por las que impone la Federación.
En los estados bajo su mando formal, los reyezuelos priístas se esmeran en mantener la impresión de que su partido existe y abonan a esa cuenta los triunfos electorales que consiguen. Los reyezuelos priístas del Congreso realizan una operación semejante y aprovechan la incompetencia y corrupción de sus colegas para crear la impresión de que controlan el proceso legislativo. Pero se trata de meras ilusiones. La estructura política que en sucesivas encarnaciones fue realmente partido gobernante, con su verticalismo autoritario y su flexibilidad experta, ha dejado de existir. Sus remedos estatales o legislativos son apenas polvos de aquellos lodos. En vez de aprovechar la oportunidad para formar un partido político contemporáneo, el PRI cristalizó como asociación laxa de mafias cómplices en el negocio de gobernar, cotidianamente dispuestos a ofrecerse al mejor postor.
No le va mucho mejor a quien ocupa la oficina presidencial. Se esfuerza también en crear la ilusión de que ejerce su cargo y que éste es lo que era. Disimula su debilidad tras el ejército y la policía, con el pretexto de combatir el narcotráfico. De ahí su famosa confusión, cuando afirmó que tenía el monopolio del poder político al referirse, aparentemente, al monopolio de la violencia legítima que la ley otorga al Ejecutivo.
Como se mantiene la orientación neoliberal que inauguró De la Madrid y en vez de alternancia hay sólo menos de lo mismo parece que se trata del mismo régimen, que nada ha cambiado. La complicidad de los medios y de muchos analistas políticos en esta engañifa contamina el ambiente político y es fuente continua de desconcierto.
Necesitamos organizar el ritual funerario del régimen que terminó. Estamos realmente en una transición política, aunque las clases políticas quieran convertirla en mera transa y atraigan la atención pública hacia los fuegos de artificio de sus disputas internas.
Persisten los esfuerzos por consolidar una república neoliberal, de corte estadunidense, en que el Estado no sea un poderoso consejo de administración de las corporaciones privadas y los gremios, con autonomía relativa, sino su instrumento dócil. Pero fuerzas políticas cada vez más amplias, en la base social, intentan reorganizar la sociedad desde su base para crear otro régimen político y económico.
Sólo con el debido funeral del régimen que murió podremos evitar que de su cadáver insepulto sigan brotando todo género de pestes. Así lograremos también la claridad pública necesaria para tomar posición en la disputa por definir el carácter del nuevo régimen, que es la que realmente importa ganar.