Perseguidos por la ortodoxia
y despreciados por la
hetorodoxia establecida,
los emos han conquistado,
sin proponérselo, el
reconocimiento público. Las
agresiones sufridas en varias
ciudades del país les ha dado
rostro de tribu transgresora
de la moralidad establecida.
En este texto, el relato de un
mediodía de protesta fallida
contra la intolerancia en la
glorieta de Insurgentes del DF.
Por Fernando Mino
Su pantalón entalladísimo, que lo hace ver
mucho más delgado de lo que es, está
sujeto por un cinturón de hebilla en forma
de audiocasette; arriba asoma el resorte de sus
boxers negros con muñequitos coloridos. Sus
zapatos bajos Converse, también son negros,
igual que el chaleco que cubre una camiseta
corta de un gris deslavado. El cabello ha sido
domado con gel, un tupido mechón hacia arriba,
otro a un lado y el fleco de rigor sobre media
frente, aunque no alcanza a cubrir sus ojos
expresivos, de niño, como su rostro moreno.
Tiene 15 años y desde hace uno y medio es
emo aunque a su mamá no le parezca. “Me dice
‘pinche emo puto’, pero no importa, mi hermano
sí me hace el paro” —dice, con una sonrisa.
Viene de San Pedro Martir dos o tres veces a la
semana a la glorieta de Insurgentes a pasar el
rato. “Acá la banda es tranquila, pero no falta el
que nos chinga. Nos escupen, nos patean, nos
insultan, pero aquí nos apoyamos”.
La ropa la compran en varios tianguis y
tiendas. “En el Chopo ya se empezaban a
poner puestos para emos, pero ya no podemos
ir, porque nos corrieron los punks y los
skinheads. Dicen que no tenemos ideología,
pero no es cierto”, dice el mismo emo. Pero
todavía les quedan Pericoapa, Tepito, el tianguis
de la San Felipe o, para los que tienen
varo, boutiques como Zara, Bershka y Pull and
Bear. “También si te late la onda puedes hacer
entubados tus pantalones, nomás los cortas,
los coses y ya”, dice una joven emo que estudia
la prepa en Icel. Viene con dos amigas
emos de la Obrera, su colonia. “Acá nos juntamos
miércoles, viernes y sábados, nomás a
estar, ver a la banda y, si acaso, pistear”.
El espacio es compartido con otro colectivo
asiduo al sol intenso sobre la plancha de
Insurgentes: gays y lesbianas. “Son buena onda, y
también hay emos gays, no hay pedo”, dice una
joven de camiseta rosa. “Un peso, carnal”, talonea
un emo con cualquiera al que se le note lo colado.
Ya lleva varias cooperaciones. Un chavo le
pasa una moneda. “Vamonos, güey, ya va a salir
la marcha”. Uno de sus amigos se le acerca y mira
al donador. “Mejor pídele un beso”. Luego añade
sonriente, “si quieres, amigo, yo te lo doy”.
(Pausa académica. René Jiménez es coordinador
de la Unidad de Análisis sobre Violencia
Social en el Instituto de Investigaciones Sociales
de la UNAM. Los emos —considera— escapan
a la moral establecida y una de sus formas
simbólicas de rechazo es romper con la caracterización
femenina-masculina. Ambos géneros
se visten, peinan y maquillan de manera muy
similar. “Puedes estar viendo por atrás a un emo
y no saber si es hombre o es mujer, porque esa
es una forma de rechazar a la cultura que los
tiene reprimidos y marginados”.)
Cada quien su gueto
Ya se han juntado unos 300 adolescentes en la
explanada. Casi todos emos, pero también hay
darks —gabardina aterciopelada y maquillaje a
punto de correrse por el sudor—, punks —picos
de cabello engominado, pantalones entallados,
botas—, hardcore —cabello corto y mechón rojizo
bajo la nuca— metaleros —camisetas negras,
cinturones con estoperoles—, eskatos —tenis
Vans, camisetas holgadas y patineta—, y hasta
unos cuantos reguetoneros —camisetas y pantalones
enormes, botas, pelo corto, gafas de sol,
cadenas, gorra de beisbolista. También hay grupos
gays, menos afanosos para distinguirse por el
atuendo, muchos policías, reporteros y mirones.
Las mantas están listas mientras los organizadores
acaban de ponerse de acuerdo con la polícia.
Un hombre maduro, frágil y sonriente, se pasea
con una pancarta de unicel en forma de paloma
con la palabra “paz” y un cartón: “No a la violencia
contra los jóvenes”. Está a punto de comenzar
una marcha por la tolerancia.
“Yo me enteré por unos volantes, está bien
para protestar y para que ya no nos molesten”,
dice otro emo. La convocatoria también corrió
por Internet, igual que la del día de las agresiones
en Querétaro, el 7 de marzo, o las del 15
en el DF . “A mí me tocó estar ese día, pero a
la mera hora les fue peor, porque no nos dejamos.
Pinches punks”. Uno de sus amigos lo
interrumpe: “Espérate, no eran punks, eso dijeron
para que se armara desmadre”. Mientras
esperan que parta la marcha, los jóvenes se
toman fotos y videos con sus celulares. Todos
los locales de Internet alrededor de la explanada
están repletos. La nueva tribu vive en su
parcela virtual antes que en el espacio real.
“A ver,
dejen espacio para
que se vean las mantas”.
Risas, movimiento, cámaras disparando a
cada detalle. Los policías ya forman valla. Un líder
descontento se queja de los organizadores: “No
se vayan compañeros, hay que señalar a los que
quieren manipular esta marcha. No a la intromisión
partidista. No a la discriminización”. Igual la marcha
ha comenzado. Ambiente festivo, emos coreando
consignas por la libertad de ser lo que les da gana.
La ilusión se rompe a las primeras mentadas. En
el Chopo se alzó el no pasarán y quien se oponga
que le entre a los madrazos. “Que primero
aprendan a pensar”, dice una chava dark que sale
del legendario tianguis de la colonia Guerrero.
Atuendo mata
neuronas, o las
multiplica, según la identidad
asumida por el declarante.
Antes que los emos surgieron sus detractores. En
Google hay más de 89 mil entradas con la palabra
“antiemo”. La moda de las críticas y los ataques
transita entre el franco relajo, la erudición purista
—el rock y la contracultura es territorio exclusivo
de los iniciados y cualquier profanación merece
castigo—, el socorrido insulto homofóbico, el
chantaje moralista —estos pubertos no saben lo
que es la vida— y el odio sin adjetivos. La marcha
se aleja al Hemiciclo a Juárez con menos alharaca y
una idea más clara de las diferencias que los separan
de sus iguales. (Con información de Rocío Sánchez)
La diferencia que sigue contaminando
40 años no es nada. Si los jipies, esos melenudos emisarios del placer apátrida, fueron aplastados
por los defensores de la tradición de los años sesenta y setenta, ¿por qué no habrían los
modernos emisarios de la añeja raigambre intentar eliminar a los emos? Entre 1972 y 1974
Carlos Monsiváis delineó las características de una tribu juvenil, más atenida a la moda que a
cualquier sustancia, y describió la reacción exacerbada a la subversión de la rigidez simbólica.
(Donde dice jipiteca léase emo —o dark, o punk, o el nombre de cualquier otro grupo juvenil—,
donde se lee Sociedad exclúyanse a los sectores cada vez más amplios que defienden el
derecho a existir sin exigir comportamientos a cambio.)
Anárquicos, improvisados, arbitrarios, los jipitecas contaminan, alarman y previenen. Desafían
las normas de aprovechamiento del tiempo de una sociedad en despegue; incomodan las certezas
sexistas y sus fronteras rígidas y voluntariosas entro lo femenino y lo masculino; son un riesgo para la
moral apenas renovada por las divulgaciones freudianas. Al margen de su conducta real, los jipitecas
simbolizan, de pronto, un peligro no minimizable: la libertad sexual y la extinción de los respetos.
Amor con amor se paga: si los jipitecas adulteran la realidad para mejor denostarla, la Sociedad
exhibe la amenaza de los jipitecas para más confortablemente aplastarlos.
Tomado de Amor perdido (Ediciones Era, 1977). |