Pitol a los 75 años
En El viaje, segunda parte de la trilogía de ese nombre, Sergio Pitol abre su libro con una frase directa y una curiosa interrogación, esbozada a manera de tratamiento de choque: “Y un día, de repente, me hice la pregunta, ¿por qué has omitido a Praga en tus escritos? ¿No te fastidia volver siempre a temas tan manidos: tu niñez en el ingenio de Potrero, el estupor de la llegada a Roma, la ceguera en Venecia? ¿Te agrada, acaso, sentirte capturado en ese círculo estrecho? ¿Por pura manía o por empobrecimiento de visiones, de lenguaje? ¿Te habrás vuelto una momia, un fiambre, sin siquiera haberte dado cuenta?”
Y aunque como siempre su libro dé vuelta sobre sí mismo y concluya relatando una historia del Sergio niño en Potrero y rememore, como a menudo lo hace, la muerte de su madre, aquí añade un elemento definitivo, altera esa relación persistente: su identificación con un personaje grotesco, aparecido en un libro sobre las razas humanas, que varios niños de esa época habían visto en la escuela o en sus casas y una de cuyas fotos ilustra a una criatura de “labios abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese carácter lo potenciaba un espeso gorro de piel que le cubría hasta las orejas y que yo suponía que era su propio pelo. Al pie se leía, Iván, niño ruso”.
Recuerdo póstumo –en relación con el libro– pero meollo de la narración y revelado, como en las novelas policiacas, al final; relato-madre, organiza y explica una fijación estrecha y muy temprana con la literatura, y revela literalmente, valga el pleonasmo, esa entelequia tan socorrida, la de la famosa alma rusa, que, para quienes leen sus textos, es evidente, en ella sobresale, trazada con caracteres imponentes en cualquiera de los libros de sus grandes escritores: ¡Ya sean Dostoievski o Tolstoi, Gogol o Chéjov, Bulgákov o Babel, Mandelstam o Ajmátova, Tzvetàieva, Bély, Pilniak o Nabokov! Entelequia convertida en una vivencia de carne y hueso, casi en un troquel, cuando se ha vivido en la URSS y se ha aprendido su lenguaje, ocupación importante para Sergio durante su estancia en Praga, donde tomaba lecciones de ruso, conversaba con su maestra y traducía a algunos de sus autores favoritos. ¿Desdén por Praga, reitero yo? No, más bien Praga como ciudad laboratorio, urbe donde como en cualquier otro lugar del mundo escribe Sergio sus diarios, pero con la diferencia de que en ella es más sistemática la preparación y resolución de sus obras, las que le otorgan a su escritura un giro carnavalesco, siempre presente en el Sergio de la vida cotidiana y en Juegos florales, pero aún no totalmente asumida en su escritura sino hasta la Trilogía del carnaval, a tal grado que a mitad del relato nos cuenta, en el libro que comento, que ha decidido interrumpir su viaje a la capital de Georgia, Tbilisi, para concretar su proyecto, por otro lado, ya realizado en un libro concluido varios años antes, pero rememorado como base de un nuevo relato en este nuevo libro: “Mi acercamiento a todas esas actividades es real –explica Sergio–, pero al mismo tiempo vive en mí el proyecto de la novela del bajo vientre. Así llegar a Praga, a la estantería donde se encuentra el libro de Bajtin sobre el carnaval y las funciones del bajo vientre en la cultura popular a finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento. La señora de la biblioteca y la turca serían una misma persona, una caucasiana: georgiana o armenia”: Marietta Karapetián, protagonista de Domar a la divina garza.
Ese deseo de revisar cuanto antes la teoría bajtiniana del carnaval, se gesta allí (desde los diarios, semillero genial), así como en la Trilogía del viaje, y nos demuestra hasta qué punto la escritura es para él como la respiración, una pulsión fisiológica, al grado que sin ella no puede sobrevivir, aunque suela afirmar que su vida ha sido y será siempre la lectura, cosa que además es igualmente cierta. Sergio lo muestra con gran maestría, aunque entre líneas, en este libro.