Usted está aquí: jueves 3 de abril de 2008 Opinión La desconfianza y la retórica democrática

Adolfo Sánchez Rebolledo

La desconfianza y la retórica democrática

Las elecciones internas en el Partido de la Revolución Democrática y en Alternativa Socialdemócrata (ahora tiene otro nombre) han puesto a la izquierda ante la incómoda situación de verse en el espejo, sin mejores atributos que los antaño criticados en sus adversarios. No olvidemos que los grandes avances electorales se ganaron a partir de limitar con gruesos candados los márgenes de la desconfianza ciudadana. Poco países debieron erigir un sistema tan complejo como el IFE para asegurar el mínimo democrático: que los votos cuenten y se cuenten. Y detrás un tribunal capaz de abatir las sospechas razonables surgidas en el proceso. Pero la desconfianza, a veces vencida por éxitos puntuales, no desaparece: nadie cree en la buena voluntad de nadie. La vida pública, empantanada o sujeta al narcisismo de los partidos, no consolida las reglas del juego y sí, en cambio, aporta nuevas evidencias de que en las cuestiones de fondo los cambios son casi cosméticos. Para no hablar de los expedientes de 2006, ahí están los contratos del señor Mouriño o las irregularidades del foxismo apuntadas por la Auditoría de la Federación, por citar algunos casos donde el fantasma de la corrupción deambula a sus anchas y acrecienta la desconfianza, esa segunda piel del atribulado ciudadano mexicano.

Si hemos de ser optimistas, reconozcamos que poco a poco se está abriendo otra noción de legalidad, opuesta a la retórica del “estado de derecho”, cuya aplicación no deja de ser una fantasía en un mundo caracterizado por la concentración de la riqueza y la máxima desigualdad, en el que, además, tanto la corrupción como la impunidad han sido instrumentos, vías toleradas para la consolidación de los grupos de poder político y económico.

Hoy, justo con el clamor democrático que viene de muy lejos, se viene perfilando la exigencia ciudadana de contar con un sistema de justicia menos hipócrita que en el pasado. Sin un Poder Judicial autónomo y responsable, la democracia se convierte en un descontrolado mercado donde gana el más fuerte. Pero eso requiere de una ciudadanía fuerte, bien informada, consciente de sus deberes y derechos democráticos, cuya formación corresponde, en buena medida, a los partidos nacionales, considerados por ley como entidades de interés publico. Y es aquí donde se hallan algunas de las mayores limitaciones para el progreso democrático de la República. Veamos el caso del PRD.

En todos estos años se ha esforzado para ofrecer una viva lección democrática eligiendo por medio del voto universal a todos sus representantes, sin atender a los métodos indirectos que otros emplean con éxito. Pero el fracaso ha sido mayúsculo. El problema no está, como se ha visto, en el carácter abierto de las elecciones –un medio–, sino en el desorden institucional que ha impedido tener, junto a reglas electorales claras, una relación actualizada de sus afiliados, es decir, el conocimiento exacto de quién y dónde es miembro de ese partido y cuáles son sus derechos y obligaciones. La indefinición en este punto es la entrada para la manipulación clientelar de los votos y la intromisión indebida cuando no ilícita de otros grupos de interés.

Un partido democrático sólo puede ir a las elecciones internas a) si confía en que sus miembros actuarán por convicción sin necesidad de pasar más que los controles de identificación elementales; b) si dispone de los medios para verificar que las personas son las que dicen ser y si tienen derechos a salvo; c) una autoridad incuestionable. La primera opción, ya hemos visto, es utópica. La segunda, indispensable. La tercera, un sueño guajiro. Es obvio que no existe una legalidad interna asumida y defendida por todos, más allá de cualquier discrepancia política y tampoco el liderazgo capaz de aplicarla.

La crisis del PRD es la crisis de un partido que no ha sabido organizarse para dar respuestas a las crecientes necesidades de una realidad cada vez más exigente y que tiene una vida interna descompuesta por la acción de los grupos de interés que van a lo suyo y nada más. Ya es hora de que digan a la sociedad qué política quieren y cómo piensan alcanzar sus objetivos, pero, por favor, no llamen pluralismo o diversidad a ese tianguis desmoralizador de grupos enfrentados.

De poco sirve buscar las razones de esta crisis en el plano moral, en la ética de los grupos que se disputan el poder interno, en la “descomposición” de la política y en un sinfín de razones subjetivas de mayor o menor peso. Más allá de la diversidad connatural a un organismo político, estos partidos de la transición son, paradójicamente, endogámicos y a la vez frentes de grupos de interés sin una visión común y, por tanto, carentes de todo sentido de cuerpo que no sea la defensa oportunista de sus intereses. En esa óptica, mientras existan “incentivos” suficientes, la única elección racional a la que deben enfrentarse es a la de ganar posiciones, aunque entre las patas se lleven ideales, moral y prestigios que no siempre les pertenecen.

En el caso de Alternativa la situación es todavía peor, pues esta formación nace bajo la bandera de la autodeclarada superioridad moral respecto de los partidos nacionales y, en particular, como una propuesta de valores ante el desalmado pragmatismo de la izquierda perredista. El resultado de la asamblea, más los hechos de las semanas anteriores, ratifica que el proyecto, en esta fase, ha muerto de la misma enfermedad terminal que le habían diagnosticado en los demás. Con una agravante: aquí no hubo contemplaciones ni acomodos, pues una parte hizo desaparecer (en el plano formal) a la otra. El partido del diálogo y la tolerancia, arropado por el respeto a la diversidad y los derechos de las minorías, fue incapaz de sentarse a la mesa a discutir las diferencias. O, tal vez, pensando lo peor, éstas importaban menos que apoderarse de la sartén de las prerrogativas. Uf.

P.D. Mientras, la defensa del petróleo obliga a poner toda la leña al asador. Nos quieren hacer creer que privatizar es vender, simple intercambio de propiedad. La Constitución es muy clara al respecto: hay actividades reservadas al uso exclusivo del Estado. Abrirlas a los privados es, justamente, privatizarlas.

 
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