La entrega
Esteban lleva la cara casi pegada al parabrisas, por costumbre. Su papá, por costumbre, le advierte: “échate pa’tras, te vas a dar”. Y por costumbre, Esteban no se echa para atrás. Sobre la terracería no van rápido. La traqueteante pick up, sin ser nueva, da la batalla. Atraviesan pueblos con nombres como El Pequeño, El Perdido, San Juan Sin Agua, rumbo a Corrales, donde viven. Caserío poco más que un ranchito. Esteban viene contando los remolinos que se ven a la vez en el desierto. Son muchos aquí donde no hay lomas. No habiendo más que gobernadoras, especiadas palmas y un mezquite torcido cada tanto, se ve hasta lejos.
–Diez. No, once. ¡Doce!
Le gusta acompañar a su papá a Cedral, o a Charcas. Se distrae mirando los convoyes larguísimos de vagones. Los que se mueven de norte a sur a norte, y los que quedan abandonados y vacíos durante meses. Hasta que alguien se acuerda de ellos, quién sabe desde dónde y manda una locomotora a rescatarlos.
Lugar grande y despoblado. El hotel Desierto, único en la ruta, lleva su nombre con resignación. Las palmas despiertan la sensible imaginación del niño. Las ve como duendes gigantes, verdes y con actitud, representando una lucha, o comedia, o simplemente moviéndose en dirección contraria al carro. Para la gente del desierto “mucho” significa poco. No conoce otra muchedumbre que las palmas, que en algunos tramos hacen bosque. En otros, como aquí, hasta ellas son escasas.
Doblan en una brecha y Esteban ya no ve remolinos. Los ocultan las matas. La camioneta va por lo bajo. Carga postes de palo para embrear, acostaditos en la caja del vehículo, como espárragos.
–Mira, mi abuelito– señala Esteban a un hombre allí parado, entre cabras. Su padre detiene la camioneta, inclina un poco la cabeza, se toca el ala del sombrero y saluda al suegro. El hombre devuelve un ademán tan breve que no alcanza su respectivo sombrero.
–Conté doce remolinos de un tirón– presume Esteban a su abuelo, sin duda un hombre mayor pero de edad indefinida. En el desierto se deja pronto de ser joven, pero la gente tarda mucho en envejecer. El viejo es cabrero, medio nómada, cosa que en el Altiplano todavía es común. Visita seguido Corrales, y se queda unos días. Por el agua. Cada día falta más.
En la región es tan vital el líquido que los poblados se llaman Noria Tal o Tanque Cual, y los más afortunados, Poza. La situación empeoró cuando los gringos tomateros empezaron con cañonazos para dispersar la lluvia. Quesque maltrata el tomate. Invierten millones en traer agua de los valles, mientras que para Esteban y los demás niños la lluvia es casi desconocida.
Un mundo de biznagas, nopales, correcaminos y coyotes, donde los burros descansan y los jóvenes se mueven en moto por las veredas. Cuando sea grande, Esteban quiere tener moto.
Un mundo sin basura. No hay qué desechar. Todo se seca, y casi todo sirve. Un mundo donde se hace fuego con cáscara seca de plátano y hay dos tipos de papás: los que se van al norte y mandan dólares, y los que quedan, que son los menos, como el de Esteban, a quien le gusta ir y venir con el suyo. Apenas ayer lo llevó a la capilla de la Santísima Muerte, que a Esteban le dio un poco de miedo. Su papá se reía, que qué tonto que le pongan flores tan bonitas (acá no hay, y se pagan caras) a la calavera esa. Lo bueno fue que compraron tres medidas de cabuches a las mujeres de la carretera. A Esteban le gustan los cabuches hervidos con sal.
Ayer fue un día productivo. Vendieron bien el halcón que traían. Los comerciantes de la autopista pagan mejor un halcón vivo que una piel de tigrillo o diez de víbora cascabel con todo y el frasco con su amarillo veneno. Papá no quería, no le gusta negociar animales silvestres, pero cazó el halcón porque necesitó para pagar la brea y los postes nuevos de luz.
–Ayer trajimos cabuches– informa el niño a su abuelito. El hombre saca algo de la bolsa del pantalón.
–Esto es para ti– dice el abuelo a Esteban y le pone en la mano un peyote florecido y con algo de raíz. El niño nunca había visto uno. Oído hablar, sí. Cuando pasan los huicholes por Corrales. Y cuando sus papás platican del curandero de Tanque Dolores.
Memoriza las instrucciones: “Búscate una gobernadora grande que siempre sepas dónde está, mételo en el suelo entre dos piedras planas como paredes, una en el norte, la otra en el sur”, y el viejo extiende una mano, transversal sobre la palma de la otra. “No necesitas cuidarlo. Jícuri se cuida solo. Y te va a cuidar”.
–Papá, mira– dice contento Esteban, como si desde el volante papá no hubiera presenciado la entrega.
–Gracias, abuelito– agrega, y la camioneta retoma la marcha.
“Gracias” es una palabra que acá dicen poco pero les gusta mucho.