El terror y el Islam
La Jornada publicó recientemente un extenso artículo del periodista británico Robert Fisk con motivo del quinto aniversario de la invasión a Irak. El eje de su reflexión es la amnesia histórica de los ingleses en la ocupación de territorios musulmanes y citó a ese propósito una arenga que Pat Buchanan escribió cinco meses antes de esa invasión: “Con nuestra regencia estilo McArthur en Bagdad, la pax americana llegará a su apogeo. Pero luego la marea bajará, porque la única empresa en la que los pueblos islámicos sobresalen es en expulsar a las potencias imperiales mediante el terrorismo o la guerra de guerrillas.”
Difícil saber si para Buchanan la guerra de guerrillas es sinónimo de terrorismo. Es posible que así sea, pues para los militares británicos y estadunidenses todo guerrillero perteneciente a países miserables, subdesarrollados o islámicos es ya terrorista.
Para Fisk, sin embargo, la advertencia de Buchanan parece tener una connotación diferente, como se advierte en la parte final del artículo: “Voy a aventurar una presunción terrible: que hemos perdido Afganistán como sin duda hemos perdido Irak y como de seguro vamos a perder Pakistán. Es nuestra presencia, nuestro poder, nuestra arrogancia, nuestra renuencia a aprender de la historia y nuestro horror –sí, horror– al Islam lo que nos precipita al abismo. Y en tanto no aprendamos a dejar en paz a esos pueblos musulmanes, nuestra catástrofe en Medio Oriente se volverá más grave. No hay conexión entre el Islam y el ‘terror’. Pero sí hay conexión entre nuestra ocupación de tierras musulmanas y el ‘terror’. No es una ecuación tan complicada.” Poco antes se preguntó: “¿Estamos allá por el petróleo? ¿Por la democracia? ¿Por Israel?”
Sobre el carácter parcial del término “terrorismo” me he extendido en mi libro La guerrilla recurrente; aquí apuntaré sólo algunos detalles para resaltar la conclusión de Robert Fisk, y retomar la mención de Israel como posible causa de la ocupación de territorios musulmanes.
El 16 de septiembre del 2001, en el periódico The Independent, de Inglaterra, el propio Fisk recordó que 19 años atrás había tenido lugar el acto terrorista más grande de la historia del Medio Oriente: “Hoy ningún periódico británico recordará el hecho de que el 16 de septiembre de 1982 las milicias falangistas aliadas de Israel iniciaron una orgía de tres días de violaciones sexuales, acuchillamiento y asesinato en los campos de refugiados de Sabra y Chatila que costaron mil 800 vidas. Esto fue un acto seguido de una invasión israelí de Líbano, lo cual costó las vidas de 17 mil 500 libaneses y palestinos, casi todos civiles. Eso es probablemente tres veces la tasa de muerte del World Trade Center. Sin embargo, yo no recuerdo ninguna vigilia o servicios de conmemoración o veladoras en Estados Unidos o en Occidente por los muertos inocentes de Líbano; no recuerdo apasionados discursos por la democracia y la libertad”.
Pocos días después, las agencias de prensa comenzaron a informar que un juez de Bélgica había aceptado abrir juicio contra el entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, por delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio, precisamente por haber sido la autoridad permisiva responsable de las matanzas en los campamentos de Sabra y Chatila. La apertura del juicio se fundamentaba en la Ley de Competencia Universal promulgada en Bélgica en 1993, confirmada y ampliada en 1999, que dio autoridad a los tribunales de ese país para juzgar crímenes de genocidio, guerra y contra la humanidad sin importar el lugar donde se hubieran cometido, la nacionalidad de criminales y víctimas, y sin admitir inmunidad de jefes de Estado o de gobierno. Los principios reconocidos en Bélgica habían sido defendidos por Israel entre 1960 y 1962, cuando se secuestró y procesó como criminal de guerra al oficial nazi Adolf Eichman; en cambio, en el año 2001, la defensa de Sharon negó legitimidad al tribunal que instruía la causa.
El apoyo estadunidense a regímenes dictatoriales y corruptos del planeta entero, incluidos algunos de países islámicos, no podía olvidarse en el momento en que Estados Unidos afirmaba que después de Afganistán convendría dirigir la guerra contra Irak, Somalia y otros países de fe islámica. Por una especie de amnesia histórica, en octubre de 2001, durante los primeros días de los ataques a Afganistán, Estados Unidos demostró al mundo que era capaz de gastar miles de millones de dólares en bombardear un país paupérrimo como Afganistán para sofocar las fuerzas de Osama Bin Laden, en la misma medida que había sido capaz de gastar miles de millones de dólares para crear y fortalecer a los mujaidines que Osama Bin Laden había encabezado en Afganistán contra el poderío soviético. Así demostró Estados Unidos su capacidad de caer dos veces en el mismo pozo: primero con el gasto para crear un dirigente y un contingente de mujaidines; después, con el gasto para acabar con el mismo dirigente y los mismos mujaidines. ¿Así era la guerra contra el terrorismo? No era una forma eficaz de combatirlo, sino de fomentarlo.
Esa inercia parece asomar en la estrategia del Plan Colombia, y no debemos esperar que sea otra la estrategia del Plan Mérida. La ecuación es simple, dice Fisk: “No hay conexión entre el Islam y el ‘terror’. Pero sí hay conexión entre nuestra ocupación de tierras musulmanas y el ‘terror’.” Lo mismo ocurrirá al llevar violentamente el Plan Colombia a otros territorios. No hay “actos legítimos de guerra” en esas condiciones, como el secretario colombiano de Defensa argumenta ante Ecuador. En ese argumento asoma no sólo el modus operandi estadunidense, sino también el israelí. En efecto, desde hace años, veteranos y oficiales israelíes asesoran el ejército colombiano.