Semántica de la seguridad
Ya es un lugar común afirmar que en el mundo de hoy la única certeza es que no hay ninguna certeza. Cada vez que creemos haber fijado un fin o un objetivo (por más sensato y minimalista que sea), encontramos a la vuelta de la esquina que las condiciones que legitimaban ese objetivo han cambiado o mutado a tal grado que el contenido de ese fin ha perdido sentido. Hoy se habla del embargo y la carga que habremos de heredar a las próximas generaciones, pero en la vida cotidiana lo que importa en realidad es la radical imposibilidad de entrever o prever lo que sucederá a corto y mediano plazos con aquellos que más queremos. De antemano sabemos que la base sobre la que descansan nuestras expectativas es removible o inestable, como lo son nuestros lugares de trabajo y las empresas o instituciones que los proporcionan, la confianza que nos ofrecen y la certidumbre que se deriva de ella. Los cambios suceden con tal velocidad que una especialización profesional puede haber desaparecido antes de concluir los estudios que llevan a ella. Para una parte muy significativa y sustancial de los mexicanos de la próxima generación, acaso los más emprendedores, los que habrán de emigrar, el único futuro predecible es que no tendrán ningún futuro en el país. No es que la vida se haya vuelto más incierta –siempre lo fue–, así la percibimos y la definimos hoy. Y no hay que olvidar que vemos a través de las palabras.
En el orden de lo público ha ocurrido un giro parecido o paralelo. No hace mucho tiempo, el concepto de “lo público” estaba asociado al lugar, real y metafórico, donde la individualidad devenía en algún tipo de comunidad. La escuela, la calle, la plaza pública eran los sitios en que el individuo se encontraba (y rencontraba), físicamente, por decirlo de alguna manera, con algo que le era trascendente: su sociedad. Hoy “lo público” se ha convertido en una suerte de terra incognita asediada por las promesas de la incertidumbre. Muchas cosas suceden en las calles, menos la probabilidad de transitar placentera y seguramente por ellas. La criminalización de las protestas sociales ha teñido con un estigma los lugares donde la palabra devenía pública. Movilizarse para recrearse ha traído consigo una subfábrica de lo sórdido. Digamos que hoy “lo público” puede llegar a asediar al individuo a la manera de (y usando las palabras de Bauman) una caja de Pandora.
No es casual que la demanda de seguridad sea actualmente lo que los medios llaman “el reclamo principal de la sociedad”. No se trata de una demanda propia de la particular condición mexicana; se le puede encontrar en el ranking más alto de las exigencias en París, Yakarta o Tokio.
Si la vida en todos sus pisos (el personal, el profesional, el público) está definida grosso modo por los rangos de su incertidumbre (es decir, por la proximidad del riesgo y el consiguiente temor), es bastante lógico o explicable que todo Estado, guiado por sus instintos, busque fraguar una parte de su consenso en (y con) la utopía de la seguridad. “Seguridad” es un término que, en política, simplemente vende. ¿Qué es exactamente lo que vende?, eso es otro problema. Y acaso el problema reside, al menos en el orden simbólico y semántico, en descifrar de qué se habla cuando se habla de seguridad.
Una manera de hacerlo es a través de la invención de un poderoso enemigo externo, el terrorismo, por ejemplo. Desde 1991, es decir, desde la primera Guerra del Golfo, las dos administraciones republicanas que han gobernado la Casa Blanca (Bush I y Bush II) han fundado el centro de su política en una retórica (y una práctica) de la seguridad contra el terrorismo. Para ello fincaron el centro de su gestión en una gestión del miedo, es decir, del estado de excepción. El gobierno de Clinton, que sobrevivió ocho años, logró desplazar el término de seguridad hacia el concepto de seguridad social. Es decir, basó su consenso en la gestión de la sociedad y de las expectativas individuales. La diferencia entre ambas épocas es abrumadora.
Otra manera de hacerlo es, como en México, desmarginalizar a lo patológico, que ha sido el efecto de transformar al combate contra el narcotráfico en la tarea número uno del Estado. Suplantar un asunto policiaco –perseguir a quienes están fuera de la ley– con un estado de guerra –eliminar o liquidar a un enemigo– trajo consigo un peculiar emplazamiento de la gestión del Estado: en su centro se coloca no la gestión de las expectativas sino la del miedo. La sociedad se paraliza y se despolitiza.