Nada de qué avergonzarse
La masacre del gobierno de Colombia en territorio ecuatoriano el primero de marzo de este año mostró la naturaleza manipuladora de la ideología imperialista; su control de la mayoría de los medios de comunicación masiva que con carencia de ética se prestaron a ser portavoces de Uribe y los servicios de inteligencia estadunidenses, colombianos y mexicanos. El Universal, en México, y El País, en España, entre otros, se convirtieron en estas semanas en la fiscalía de oficio para investigar, denunciar e incluso condenar a las víctimas de las ejecuciones sumarias perpetradas por las fuerzas armadas colombianas, mientras callaban convenientemente las violaciones a la soberanía de Ecuador, al derecho humanitario de guerra y ocultaban la autoría de Estados Unidos de la estrategia guerrerista dirigida contra el pueblo colombiano y, en última instancia, contra los gobiernos progresistas de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Sin embargo, sorprenden singularmente el silencio cómplice y el oportunismo de organizaciones políticas y analistas autoconsiderados de izquierda, que asumiendo esa ideología imperialista como propia están más preocupados en demostrar su inocencia ante la campaña en curso y ostentar su pacifismo social que en manifestar indignación por lo ocurrido y brindar una elemental solidaridad con los insurgentes victimados y con los estudiantes mexicanos asesinados y heridos que pernoctaban en el campamento rebelde.
Estos sectores políticos equiparan, al igual que Bush, guerrilla con terrorismo y narcotráfico, y reiteran su condena a la lucha armada de los pueblos contra sus opresores en todo tiempo, lugar y circunstancia. ¿Acaso no fueron rebeliones armadas populares las que promovieron los grandes cambios sufridos por la humanidad en su largo camino por conquistar libertad, igualdad y fraternidad? Paradójicamente, por ejemplo, la primera lucha de independencia por esta vía contra un poder colonial, el hegemónico en su tiempo, la Gran Bretaña, dio como resultado el establecimiento de Estados Unidos como nación.
¿Es la amnesia histórica de los poderosos la que hace olvidar a estas izquierdas las conquistas logradas por los procesos revolucionarios contemporáneos en México (1910), Rusia (1917), China (1949), Cuba (1959), Nicaragua (1979), etcétera, así como los grandes movimientos anticoloniales independentistas y antidictatoriales de África, Asia y América Latina? ¿Se desconoce la opción ejercida de resistencia armada de los pueblos europeos frente a la invasión nazifascista de sus territorios? ¿Tienen otro camino los iraquíes para recobrar su independencia y expulsar a los invasores de su patria a cinco años de la invasión?
Frente a las organizaciones armadas existentes en América Latina, en particular las FARC y el ELN en Colombia, y los grupos armados en México, que incluyen al EZLN y al EPR, ¿se preguntan estas fuerzas y analistas por las causas y condiciones que dieron lugar a su origen, desarrollo y permanencia, que no es otro que la implacable violencia del Estado y del sistema capitalista?
Con frecuencia observamos en el entorno intelectual y político de nuestros países a quienes abochorna su pasado de lucha gremial, social o revolucionaria e, incluso, a quienes reniegan del mismo, llegando algunos a considerarlo pecado de juventud superado por una madurez crítica y realista, que ha llevado a algunos a convertirse en asesores de los gobiernos a los que alguna vez combatieron, y aun informantes de sus aparatos de seguridad. México, El Salvador, Guatemala o Colombia ofrecen ejemplos concretos de esa conversión patética.
Es verdad que algunos movimientos revolucionarios y democráticos han cometido errores fatales que los han llevado a prácticas y políticas que van a contracorriente de sus principios fundacionales y que han contaminado y desprestigiado sus causas, y que –de hecho– los han convertido en lo contrario de lo que proclaman y afirman defender. Son estos procesos de desgaste moral y deterioro de guías básicas los que han hecho posible en muchas ocasiones la derrota del proceso revolucionario. Pero incluso estas condiciones tienen que ser observadas en función de la permanente lucha no sólo contra los enemigos imperialistas, sino también la oposición a su penetración ideológica y política en el interior de los movimientos contra hegemónicos y revolucionarios.
¿Quién podría dudar de la grandeza de la lucha del pueblo soviético contra el nacional socialismo, a pesar de los horrores del estalinismo? Suele ocurrir que los dirigentes no están a la altura del sacrificio y generosidad empeñados en los procesos democráticos y revolucionarios de sus pueblos. Esta corrupción, menoscabo y pérdida de la brújula en la cúspide de muchos movimientos, ¿los hacen menos grandiosos y por ello objetos de deserción e incluso traición?
El accionar deshonesto y la crisis de sindicatos, partidos y organizaciones políticas no debe derivar en el abandono de este tipo de organismos y en la justificación de posiciones anti-gremiales y aún pro patronales. Muchas veces esa crisis es responsabilidad directa de quienes en un momento dado abandonan esos espacios a las burocracias que se enquistan en los mismos para provocar una implosión que destruye desde adentro la posibilidad de transformación social.
No hay nada de que avergonzarse por la militancia en las filas de la rebeldía y la lucha social, mucho menos cuando son el enemigo imperialista y sus asociados nacionales quienes buscan afanosamente que la izquierda se apropie de sus valores, paradigmas y criterios de clasificación. No hay que confundirse: ellos son los terroristas y a ellos corresponde la vergüenza de serlo.