■ Muchas personas se arremolinan para salir en escena, aunque sea como fariseos
Se cumple otro ciclo del inmenso relajo que es la crucifixión del hijo de Dios
■ La Semana Santa en las calles de Iztapalapa y el cerro de la Estrella hace que las emociones se salgan de cauce
■ La crueldad contra nosotros mismos va más lejos que la misericordia divina
Más que la Navidad, la Semana Santa es un hito en nuestro país. Sicoanálisis y catarsis, representar a Cristo puede ser la finalidad de toda una vida. La tradición vino de España a Cuba, Brasil y Perú pero es en México donde el Viernes Santo alcanza su apogeo.
La Semana Santa no es exclusiva de una región del planeta, ni siquiera de México, pero quizá la más celebrada sea la del cerro de la Estrella, en Iztapalapa, en el Distrito Federal.
Casi dos siglos de tradición (desde 1843) preceden la crucifixión del “Cristo” que camina doblado y cae tres veces bajo el peso de la cruz de nuestros pecados.
En 1833, el cólera azotó Iztapalapa y sus habitantes rogaron al Señor del Santo Sepulcro de la Cuevita que les salvara la vida. El Señor cumplió. ¡Ni una muerte más por cólera durante 10 años! Se lo agradecieron y en abril de cada año, Iztapalapa se vuelve Jerusalén y sus calles el camino de la cruz.
Todo empieza con la Última Cena, la Traición de Judas, la Crucifixión y la Resurrección.
Los indígenas tenían otros dioses e Ignacio Manuel Altamirano asegura en su Semana Santa en mi pueblo que el cura no se aparecía en la ceremonia ni hacía falta, porque “los indios se saben de memoria el latín de los oficios, y conocen al dedillo las ceremonias complicadas del culto”.
Cuenta que las indias y las mestizas no tenían espejo y se peinaban para la fiesta “mirándose en el remanso de los riachuelos, en el cristal de las fuentes o en el agua limpia de las grandes tinajas…”
Todos somos penitentes
Hoy por hoy cada grupo indígena tiene su Semana Santa. Los mayos, los yaquis o los coras sintetizan en un solo ritual la tradición católica y prehispánica. Los coras adoran al Padre Sol, a la diosa Madre de la Tierra, de la Luna y del Maíz.
A los mexicanos nos gusta la tragedia. Todos somos penitentes, hasta López Velarde, nos cubrimos de ceniza, lloramos y transformamos al mundo con nuestros gritos.
Hacemos mandas, llegamos de rodillas hasta el altar mayor, nos ensangrentamos el pecho con pencas de maguey, nos coronamos de espinas, pedimos perdón, cubrimos a nuestros santos con el luto violeta de las mantas, nos encapuchamos, pagamos nuestras culpas y castigamos nuestros pecados con saña.
La crueldad contra nosotros mismos va más lejos que la misericordia de Dios.
Altamirano se espantaba con la mezcla indígena y española de la celebración y habló de todos los disparates que se cometen en nombre de Cristo y de las múltiples figuras dislocadas y deformes que lo representan.
“Cuando a la luz de las antorchas (porque la procesión concluye ya de noche), se ve moverse esta inmensa hilera de cuerpos colgados, cabelludos, sangrientos, se cree ser presa de una espantosa pesadilla o estar atravesando un bosque en la Edad Media, en que hubiera sido colgada una tribu de gitanos desnudos…”
En cambio, a la marquesa Frances Erskine de Calderón de la Barca no le espantó ni el ruido ensordecedor de las matracas –porque ninguna campana suena durante Semana Santa en señal de duelo– y afirma que no hay mejor manera de “imprimir ciertos principios de la religión en la mente de un pueblo demasiado ignorante para entenderlos por otros modos”.
Para ella, no hay nada ridículo en estas representaciones, “todo lo contrario, más bien algo terrible se desprende de ellas. En primer lugar, la música es buena, lo que difícilmente podría ocurrir en otro pueblo que no fuese mexicano; los trajes son realmente muy ricos, todo el oro es legítimo, y el conjunto produce el efecto de confundir la imaginación y le hace tomar lo fingido como si fuera verdad…”
Poder de convocatoria único
El poder de convocatoria de la Pasión de Iztapalapa es único y participar en ella es un orgullo que dura toda la vida.
“Ser Cristo es ganarse el respeto de todos, aunque quede uno todo dado a la tristeza después del viacrucis (…) ¿De veras le clavan los pies y las manos?”
La sangre escurre y las emociones se salen de cauce. Una señora de rebozo grita: “¡Qué gran desdicha, qué desdichada soy!”, y me llama la atención porque no oigo con frecuencia la palabra desdicha, otra llora, a una jovencita se le corre el rimel. Cada año acude un mayor número de espectadores a ver la crucifixión.
“Nosotros los mexicanos tenemos nuestro origen en un pueblo acostumbrado a abrir pechos, sacar corazones y ofrecerlos a sus dioses; incluso, algunos indí-genas se untaban en su cuerpo la sangre de los sacrificados”, perora el sacerdote Francisco Goitia, quien nada tiene que ver con el gran pintor zacatecano muerto en 1960.
Hoy por hoy en Iztapalapa gana la modernidad que se encima a la cultura prehispánica heredada de los primeros pobladores, porque Cristo grita que no sirve el micrófono, rugen los motores de los automóviles, camiones de la Pepsicola y la Coca-Cola llegan con un ruido de cascos de caballo del Apocalipsis, zumban las cámaras de cine y de televisión en el aire pesado de fritangas, el aliento de los fieles es de cebolla, los espectadores y turistas traen anteojos negros y la mayoría de las mujeres van de pantalones y un buen porcentaje de shorts, por el calor.
Las jovencitas enseñan el ombligo que es el centro del mundo y las grabadoras recogen el volar de varios helicópteros que vigilan el inmenso relajo que es la crucifixión del hijo de Dios.
Maridaje tragedia-comedia
La primera vez que fui con Alberto Beltrán, la Magdalena tomó muy en serio su papel, anduvo dando tumbos y rodó borracha de lágrimas debajo de una mesa. Ante mi emoción, Beltrán advirtió: “Ya se le pasaron las cucharadas”.
Cristo es el ultrajado: lloran por él, se empujan, se avientan para verlo, aunque sea unos segundos, como al papa Juan Pablo II en su papamóvil, se prosternan a su paso, pretenden tocar el borde de su túnica, que les devuelva la mirada, les dé la bendición, les haga el milagro. Intentan ayudarlo a cargar la cruz, como si no les bastara con la propia aunque no sea visible; acusan de traidor a Judas, como si no les bastara la política mexicana; lo increpan, lo insultan.
Impiden, sin lograrlo, que Judas señale al Salvador con un beso, las mujeres son todas Magdalenas dispuestas a la seducción y el estallido de cohetes celebra el maridaje de la tragedia y la comedia. Los Judas son las ovejas negras de la sociedad, lo más odiado, lo más temido, lo que nadie respeta, los diputados y los senadores que chupan la sangre y el erario. Gritos y chiflidos acompañan la quema. “¡Mira, ya lo desaparecimos! ¡Qué bueno, porque nos hizo sufrir!”
Mucho antes de la fecha, en las calles de Iztapalapa es fácil encontrar al futuro Nazareno y a la Virgen María que va por las tortillas, a la posible Magdalena o a don Ángel Juárez Cabrera, quien construye desde hace 40 años la cruz que carga el Cristo. Las familias Ávila y Rivas, entre otras muy principales, escogen a los actores.
La gente se arremolina, se empuja, llora, suda, se desmaya, quiere subir a la escena aunque sea como fariseo.
–Yo acompaño al Mesías –dice un centurión.
–Yo me conformo con detener el cántaro de agua.
–Ya me hice la túnica y me costó un chingo, y ahora entro a como dé lugar.
–Oye, ¿en qué cantina andas que ya no te he visto?
–La misericordia de Dios es infinita y tú has de ser la Virgen María –le dice una viejita a una muchacha de uñas pintadas.
–¡Ay abuela, sería algo grandioso, porque el Cristo de este año está súper guapo!
–En la Semana Santa no se come carne, te voy a hacer unos huauzontles.
–Ay mamá, mejor unos nopalitos con huevo.
Los policías (mezclados con los centuriones) intentan contener al gentío que quiere ver la crucifixión de su dios. Los vendedores ambulantes ofrecen cachuchas y gorras para el sol, que es tremendo en esos días de marzo. Los artesanos venden sus judas. Detrás de cada uno no sólo hay un esfuerzo, sino una pasión divina o diabólica.
Diego Rivera estaría contento porque su judera, doña Carmen Caballero, nunca ha sido superada, aunque los juderos salgan muy de mañana (como lo consigna Antonio García Cubas) a vender sus grandes muñecos de carrizo, cartón y papel de china frente a vinaterías y pulquerías.
Según el grabador Alberto Beltrán, “las familias hacen los trajes de legionarios, fariseos o ángeles con satines y artiselas comerciales. En pocos casos recurren a los sastres para que corten y cosan telas de mejor calidad”. Alguna vez oí que un actor le preguntaba a otro: “¿Ya te hiciste tu traje de Judas o lo traes puesto?”
“Sobre la quema de Judas en México –refiere Alberto Beltrán– hay muchos testimonios de escritores costumbristas, como Ángel del Campo, Micrós, José de Jesús Núñez y Domínguez, Antonio García Cubas…”, quien cuenta en su Libro de mis recuerdos que los panaderos subían a las azoteas de su panadería con la cara y el cuerpo enharinados a prender los judas colgados de unas sogas atravesadas en la calle y al finalizar la quemazón aventaban pan a la calle.
Procesión interminable
La procesión no tiene fin, es larguísima y agotadora, los asistentes recorren cada uno de los ocho barrios del centro de Iztapalapa hasta llegar al cerro de la Estrella, en el que ha de erguirse la cruz.
Para muchos, la Pasión es un inmenso desahogo. Todas sus urgencias, todas sus necesidades se convierten en dolor. Por primera vez eligen su propio papel. “Lo que me sucede es histórico”, y al elegirlo se vuelven ellos los elegidos. Las lágrimas son reales aunque el sacerdote Francisco Goitia afirme que es puro teatro.
–Claro que algunos también le hacen al desfiguro –aclara un señor de lentes negros para el sol, sin pensar que esos lentes a él lo desfiguran.
En su Semana Santa en mi pueblo, Altamirano se mueve a sus anchas en el océano de palmas y el rumor de olas del Domingo de Ramos. Cuenta que después de la Colonia, al oír las campanas del Domingo de Ramos, los niños saltaban del lecho y corrían a abrir la puerta porque era hora de “adornar las palmas con las flores recién abiertas (…) El pueblo entero las seleccionaba con mucho cuidado, pequeñas para los niños, grandes para los jóvenes, gigantescas para los padres, ligeras y esbeltas para las niñas que las llevarían en la procesión”.
El Domingo de Ramos es para mí lo más bonito de la Semana Santa y a lo largo del año quisiera oír el rumor de sus palmas erguidas en procesión.
Cada vez me convenzo más de que la vida está del lado de los pobres.